James Sunderland se acerca a pocos centímetros de un espejo sucio y velado para verse de cerca. Se muerde el labio, dudando de lo que ve. Se toca la cara, como para comprobar —o quizá recordar— su materialidad. Al ver que la figura al otro lado del reflejo imita sus movimientos suspira, aliviado: de momento sigue existiendo. Así comienza Silent Hill 2 (Team Silent, 2001), dedicando sus primeros fotogramas al cuerpo de James, alejándolo progresivamente del objetivo al tiempo que lo proyecta contra el espacio en el que se desenvolverá durante su vuelta a la ciudad que da nombre al juego. El primer plano sobre el hombro del protagonista, que enmarca su rostro, da paso a continuación a un plano medio —aquel suspiro— en el que algunos colores y siluetas consiguen escapar a la marcada profundidad de campo. Justo después y ya con total nitidez, la imagen se abre hasta el plano figura y el protagonista se revela al jugador en su totalidad: un hombre de unos treinta y largos y de aspecto anodino, ropa de colores apagados y brazos caídos, de pie, en actitud abatida, un poco más allá de una fila de urinarios oxidados y mugrientos. Al salir del horrible y destartalado baño, la cámara termina de abrirse hasta el plano general y James queda empequeñecido contra el paisaje que espera pacientemente su llegada, compuesto de pinos, un lago y un horizonte oscuro y etéreo. Así comienza la caída de Sunderland hacia la niebla.
Toda esta secuencia inicial, a título personal una de las mejores que ha tenido un videojuego hasta la fecha, esconde tímidamente un discurso circular que viene a decir, simplificando mucho, que el espacio de la ciudad a la que se dirige James no es sino un enorme espejo, lleno de rincones oscuros, esquinas afiladas y personajes enigmáticos que se conforma a partir de los traumas del avatar. Así es Silent Hill en su concepto: una extensión del cuerpo de aquellos a quienes reclama para sí para enfrentarlos a sí mismos, ponerlos a prueba y desmigajarlos poco a poco, hasta que, al pasarse la mano por la cara, el tacto devuelva un hasta entonces desconocido: el auténtico yo.
Vale, Senua.
El inicio de Hellblade: Senua’s Sacrifice (Ninja Theory, 2017) es justo el inverso al de Silent Hill 2 —o su reflejo, si se prefiere—. Los primeros fotogramas transcurren en un plano general colmado de tonos grises, compuesto por un plano de agua que se difumina hacia un aire denso por el que se intuye el sol. A los pocos segundos, emerge en el centro de la pantalla una mota negra. Es Senua. El movimiento de la cámara en dirección al primer plano del rostro de la protagonista revela, paulatinamente, los detalles de una figura que de entrada da la espalda al jugador, al tiempo que, una vez situada en la posición que caracterizará al título, sobre el hombro de la chica, le hace partícipe del primer gran acontecimiento de su viaje, que de nuevo es el contrario al de James: Senua emerge de la niebla.
Tras la liberación, la travesía comienza en un bosque que, de nuevo en oposición al de James, es luminoso, verde y abundante. Pero también es breve; parches de oscuridad se cuelan entre lo bucólico del escenario, tachonándolo de una condición latente y escondida que habla de trauma, psicosis y un pasado a la zaga. Sobre este complejo y delicado tema —el de la mente de Senua— se ha escrito mucha y muy buena tinta, no tanto así sobre su cuerpo. A grandes rasgos se podría decir que la historia de la joven protagonista de Hellblade, una historia, en el fondo, de duelo, es una fuga. Senua huye de su propio cuerpo.
Esta huida, entendida a partir de los conceptos que Santiago Alba Rico maneja en su Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral,2017) puede entenderse en un primer nivel como un tira y afloja entre la carne y la palabra. Sentando unos breves antecedentes, la vida de Senua hasta el inicio del juego se condensa en una lucha taxonómica, en la desconexión entre sus límites físicos propios (de la piel hacia adentro) y el espacio que ocupa. Dicha disociación, manifestada a través de la palabra —condena y esperanza al mismo tiempo para la chica—, deriva en rechazo y vergüenza, en el distanciamiento insalvable entre el ser y la gente, una sociedad que si bien es arcaica y explica sus fenómenos inmediatos —el fuego, el dolor, la muerte— a través del relato heroico y la apoteosis, tiene unas líneas bien marcadas separando lo aceptable, o lo común, de lo anormal, de una condena que, en su contexto, es la pura esterilidad.
Esa palabra mencionada más arriba, la herramienta más poderosa para crear un lugar común y, por tanto, esperanzadora, se vuelve condena cuando pierda esa cualidad, cuando a pesar de existir (y, como jugadores, podemos atestiguar que en efecto existe, pues somos, para Senua, palabra) no es capaz de alcanzar al otro. Señales de ello pueden encontrarse en el hecho de que el avance por el juego, simbolizado en la clásica apertura de puertas hacia adelante, cierre de las mismas e imposibilidad de vuelta hacia atrás, se realiza mediante la búsqueda y captura de la runa. Antes de ello, y de nuevo en medio de los antecedentes a la historia, la única salida posible que tiene Senua ante una situación de abuso e incomprensión —una madre señalada como loca, un padre maltratador, un amado a priori inalcanzable— es la recaída al cuerpo. En uno de los pasajes relatados por una de las múltiples voces que carambolean entre los pliegues de la mente de la joven cuenta cómo fue la primera impresión que tuvo al ver al que habría sido su salvador, Dillion. La narración no se centra en el rostro del chico, en sus modales o su personalidad; se fija en el movimiento, en la danza de su entrenamiento marcial, creadora de territorio desde el que se opera y sobre el que se opera una salida interior[1]. Habla de su cuerpo. A partir de ese momento, la citada corporalidad de Dillion será para la chica alivio y objetivo, una forma de acercarse a él, pero también algo a atesorar y, por ello, que infunde el miedo a perderlo. Senua teme infectarle, pues aquellos que en la pugna entre la palabra y la carne se inclinan más hacia esta última, son considerados viles y contagiosos. Algo despreciable.
Por todo esto, y en un acto desesperado por curarse, Senua la decisión de alejarse, de volver al bosque, deshacer la historia y reducir al máximo la distancia entre verdad y realidad, siendo el primero el lugar donde se está y el segundo el lugar donde se toman decisiones. Una vuelta al paleolítico a base de desandar el camino biológico, volver a subir la escalera de taxones y combatir desde allí a la oscuridad que la aprisiona. Huelga decir que no sale bien y casi muere, salvada en el último momento por la versión postapoteósica de su tío Duruth —portador de la luz del relato—, y que al volver a su comunidad se encuentra un lugar arrasado, una montaña de cenizas que mezcla su historia, sus seres queridos, sus rituales y su tiempo, ante la cual Senua no puede sino sentirse culpable. Su oscuridad se ha propagado.
Desde aquí la gran prueba de Senua, el viaje con el jugador como acompañante, se desarrollará en estos mismos términos, cada vez más extremos. Siguiendo de nuevo un esquema más o menos similar al de James Sunderland, pues ambos tienen como objetivo encontrar la palabra que les lleve de vuelta a su identidad —Mary para él, Hela para ella—, el juego transcurre por unos escenarios que mutan ante la presencia de sus protagonistas. La Silent Hill de Sunderland comienza siendo una ciudad racional y coherente, planificada y ortogonal, familiar y reconocible, que poco a poco se va desquebrajando al ser reclamada por la oscuridad que James le imposta. A cada paso sus calles pierden el sentido lógico, los edificios ven sus habitaciones multiplicadas hasta lo imposible, pasajes y túneles doblan y retuercen el contexto: cuánto más se acerca James a su destino, más lejos queda la realidad tangible y lógica, más se aleja del espacio. Senua, por su parte, avanza por entornos progresivamente más arquitectónicos, del bosque al puente, del puente a la ruina, de la ruina al túnel, del túnel al sótano, del sótano a la aldea, de la aldea al edificio y del edificio a la sala, lugar último de encuentro y arraigo de la palabra y donde enfrentará su ulterior y personal apoteosis.
El paralelismo es aún más notable en la forma en que los objetivos de ambos personajes se materializan ante sus ojos. Tanto María como Hela simbolizan esa vuelta al cuerpo del que huyen. Mary vuelve a la vida en forma de María, que es todas las mujeres, todas los escotes y minifaldas, todos los pechos, todos los genitales, todas las culpables; el impulso básico hacia el deseo y la reproducción, el sometimiento y el atavismo que le fueron negados a James por la enfermedad de su esposa, que incapaz de ejercer sus funciones, impedía las del hombre. Hela es, en cambio, todas las bestias. Ya desde el inicio, al otro lado del puente que llevará de vuelta a Senua a los restos de la civilización de la que se apartó, la diosa se materializa en una enorme estructura inverosímil de maderas retorcidas que conforman un animal gigante, en cuyo vientre se aloja el miedo más antiguo del ser y su cuerpo, y que, una vez más con el texto de Alba Rico en la mano, da cobijo a todas las demás criaturas mortíferas del mundo. La relación James-Mary alumbrará numerosas monstruosidades con formas sexuales y carnosas, la de Senua con la diosa del inframundo nórdico engendrará bestias cada vez más sádicas y corpulentas — carnosas—, híbridos resultado de la metamorfosis entre humano y animal a la que la joven recurrió inicialmente con fatal resultado, acompañados de un interminable número de guerreros sin rostro, masas de músculo y hojas afiladas cuyo único fin es abrir un tajo en el castigado cuerpo de la chica. El dolor cumple, entonces, un papel de desinfección y purificación. Una forma de victimización como compasión extrema.
Cada paso que da la joven, cada estocada en la carne del enemigo, cada runa rescatada deja una marca en su piel, un escozor que la empuja hacia la nada. El mismo mal que intenta tomar el control de su realidad desde el interior de su mente se expresa en una marca negra en su brazo, que a cada recaída lo consume un poco más, ganándole terreno a la sangre. Como contraste, cada vez que se muestra la memoria de Senua en forma de flashback, su cuerpo aparece limpio, envuelto en la higiene y pureza del recuerdo y bañada por la luz cálida del relato. Frente a ello, el estado actual de la joven produce pudor e incomodidad, tanto a quien maneja el mando como al propio personaje, que rehuye el contacto visual cuando se busca su mirada con la cámara, avergonzada y vulnerable salvo en los momentos de reafirmación en los que, puños y dientes apretados, Senua rechaza rendirse y ceder. Momentos que, encadenados, terminan por llevarla al corazón mismo del inframundo, último reducto de la carne, que late entre desfiladeros palpitantes poblados de brazos y rostros agonizantes que han perdido hasta su primera y más básica posesión: su nombre.
Tras sobrevivir a ese pasaje y derrotar a la última gran bestia, Senua llega a su destino. Una sala común y alargada, Iluminada con cálidas antorchas que penden de estructuras de madera. El encuentro con el otro, con todos los otros. Un entorno familiar, medible y a escala donde le espera justo aquello que para James era el punto de partida: un espejo. Esta es la mayor antítesis entre las dos obras comparadas en el texto: la odisea de Sunderland es una deconstrucción de su ser, que se desviste en su búsqueda de la verdad mientras el cuerpo de la amada es, como el de Senua, constantemente castigado y degradado a base de moratones, ojos hinchados y brazos en cabestrillo; la de Senua es una construcción, un intento desesperado por recoger los pedazos de existencia que le quedan y crear algo sólido y comunicable, algo que se acerque lo más posible al yo. Allí, frente a su reflejo, se enfrenta por tanto a sí misma. La imagen al otro lado es la última prueba, la ilusión final, la curación y la libertad. “No te preocupes”, le susurra su padre, “los dioses han salvado a tu madre por mi mano”. Su cuerpo ha sido purificado. Deja de luchar, Senua. Cede, Senua. Observa tu cuerpo, Senua. Ríndete. Acepta tu corporalidad.
Los últimos compases de juego, las luchas finales, son la expresión más refinada de estas ideas. James consigue por fin encontrarse con su esposa perdida, sus acciones e interacciones con Silent Hill harán que quien le espera en el tejado del hotel Lakeview sea Mary o María, el regreso circular al inicio o la aceptación de la culpa, siempre un cuerpo al que destruir, escopeta en mano, para intentar liberarse. Senua se presenta finalmente ante Hela para reclamarle la vuelta de Dillion, su última esperanza. La diosa tiene forma humana, aunque enorme, desnuda y castigada. Para llegar a ella, Senua encara por enésima vez a las huestes sin rostro que la han atormentado tras cada esquina. Los enemigos no terminan, son incansables. No puede vencer. El jugador puede, aquí, resistir todo lo que pueda o quiera, dar un golpe más, esquivar otra arremetida de los contrarios, pero inevitablemente el cuerpo caerá. Debe dejarlo ir.
Y por ello, Senua se someterá. “Te voy a entregar mi vida. ¿No es eso lo que quieres? Mi alma. Toda tuya. Seré tu esclava guerrera. Combatiré a tu lado en Ragnarok…si le sueltas”. Se desprenderá de su nombre, su rostro y su palabra. Será carne al servicio de la guerra. Pero Hela la rechaza, atravesando el vientre de la joven con su propia espada —como Pyramid Head hace con María, canalizadora del castigo corporal para James—, dando paso a la revelación final: la lucha era contra sí misma, contra su oscuridad y su condena. Ese cuerpo marchito, carbonizado en su mitad izquierda, estéril y poblado de marcas y palabras tatuadas en la derecha, que sostiene el cuerpo de su idolatrado Dillion entre las manos —su cabeza, su boca, su nombre—, es todo lo que queda de ella.
Por fin comprende: el cuerpo de Dillion —el amor—, antes combustible y energía, es, en realidad, un lastre, un peso muerto, un cáncer. Debe dejarle ir, liberarse, con una última voz, la que le permitirá seguir, recuperarse para que los relatos sobrevivan y, como una de las versiones de Sunderland, romper el círculo, no temer más a la muerte y su verdad. Aceptar, por fin, la pérdida. Entonar, junto a James, la más poderosa de las palabras. La que terminará de condenarle a él, muy lejos ya del espejo, y salvarla a ella, ahora sí, a poquísimos centímetros de sí misma.
Decir, de una vez por todas, adiós.
Referencias:
[1] “La danza es uno de esos medios culturales milenarios, asociados a la búsqueda humana de una «salida», que atraviesa nuestra evolución social desde el principio de los tiempos. ALBA RICO, S. (2017). Ser o no ser (un cuerpo). Barcelona, Seix Barral.