Salman Toor, Bar Boy, 2019. Hombre atrapado por la cultura algorítmica

La cultura algorítmica y el aplastamiento del gusto

20 de enero de 2025

Bienvenida/o a ‘Gran Pantalla’. Todo el contenido ha sido filtrado exclusivamente para ti, así que relájate y disfruta.

Biznaga (2020)

Esta pequeña canción introductoria, presente en el disco Gran Pantalla (2020), de la banda madrileña Biznaga podría ser la advertencia o el mensaje de bienvenida de cualquier plataforma digital contemporánea, desde YouTube hasta Spotify. En cada una de ellas, una vez entramos, la cultura algorítmica entra en acción y todo se nos da, especialmente si tenemos perfiles y hemos accedido, irremediablemente, a guardar nuestras preferencias y movimientos. Es en este momento cuando se abre ante nosotros una serie de recomendaciones, sugerencias y listas que nos dicen: “relájate y disfruta, sabemos lo que te gusta y vamos a proporcionártelo”.

Aunque, antes de comenzar, ¿qué entendemos por gusto? Por gusto entendemos la manera de apreciar que tiene cada persona las cosas , y su facultad de sentir o apreciar lo bello o lo feo. Es decir, nuestra capacidad para construir y darle sentido a aquello que vemos, leemos, jugamos o escuchamos. Formar un criterio propio. Y para hacerlo, para conseguirlo, debemos estar abiertos a cualquier obra cultural que logre poner un ladrillo, o quitarlo, en una construcción que dura toda una vida. 

¿Por qué es importante hablar de la construcción del gusto en la cultura algorítmica? Por qué formar un criterio propio parte de la voluntad personal de cada uno, de buscar, experimentar y conocer manifestaciones culturales de todo tipo. Sin embargo, hoy, y cada vez más, hemos desistido en esta tarea y hemos dejado que construya nuestro gusto, nuestro criterio propio, las grandes plataformas tecnológicas. El mundo que vemos, las obras que le dan sentido no las hemos escogido nosotros, nos las han presentado y nosotros, por inercia, las hemos aceptado. ¿Y por qué es importante esto? Por que estas obras, estas películas, series, libros, canciones, videojuegos, tienen la capacidad de enmarcar nuestra experiencia y marcar la agenda de aquello que nos preocupa. Como apuntaba años atrás Manuel Castells en su libro, ya clásico, Comunicación y poder (2009):

Podemos afirmar que la influencia más importante en el mundo de hoy es la transformación de la mentalidad de la gente. Si esto es así, los medios de comunicación son las redes esenciales, ya que ellos, organizados en oligopolios globales y sus redes de distribución, son la fuente principal de los mensajes y las imágenes que llegan a la mente de las personas.

Por lo tanto, hablar de estas cuestiones resulta esencial dado que la mentalidad de la gente, construida a través de los mensajes y los imágenes que nos llegan, principalmente, a través de las plataformas digitales construyen nuestra visión del mundo, nuestras preocupaciones y cómo nos pensamos a nosotros mismos.

Hace unos meses Spotify presentó el software AI DJ. Este programa ofrece al usuario una lista de canciones seleccionadas expresamente para él. Un software que la propia compañía sueca describía como: “una guía de IA personalizada que te conoce a ti y a tus gustos musicales tan bien que puede elegir qué reproducir para ti”. Sin embargo, este programa informático participa de todos los principios de la cultura algorítmica y selecciona canciones que cumplen todos sus principios: accesible, reproducible, participativa y ambiental, no molesta, es agradable y lo bastante corriente para no destacar. Se presta a ser compartido, y mantiene su significado para grupos diversos, quienes pueden alterarlo para sus propios fines.

La instantaneidad y la supuesta facilidad de acceso a la cultura

Al ser una manifestación más de la cultura algorítmica los resultados que ofrezca este software, o cualquier otro similar, serán cada vez más uniformes. Lo diferente, aquello que se aleja de la norma, quedará limitado a la capacidad del usuario por elaborar su propio gusto y seleccionar aquello que le conmueva de forma voluntaria. Una acción cada vez más alejada de nuestra cotidianeidad. Aunque disponemos de libertad de elección…, comenta Chayka:

…el despliegue interminable que ofrecen los flujos algorítmicos a menudo infunden una sensación de falta de propósito: dado que podría estar escuchando cualquier cosa, ¿por qué una canción determinada tendría que ser importante para mí? La relación constructiva entre el coleccionismo y la cultura opera en los dos sentidos. Encontrar algo lo bastante significativo como para que lo guardemos, para que lo añadamos a nuestra colección, lo graba un poco más profundamente en nuestro corazón y al mismo tiempo crea un contexto alrededor del artefacto en cuestión, ya se trate de texto, sonido, imagen, vídeo. El contexto no es solo para nosotros, sino también para los demás, el contexto aglutinante, compartido, de la cultura en su sentido más amplio. Esto es lo que describía Benjamin cuando afirmó que el ”fenómeno del coleccionismo pierde su significado si pierde a su propietario”. Las colecciones requieren cuidadores individuales, cuyas voces y gustos expresan. La masa de Spotify no es una colección coherente, es una avalancha.

La cultura del algoritmo no se conserva, no se guarda, la música, por continuar con este ejemplo, la escuchamos cada vez más a menudo en un formato en línea, datos, ceros y unos interpretados por un software que emite un sonido determinado. Listas efímeras elaboradas para algún momento de nuestra vida que pasan, también irremediablemente, al olvido en cuestión de días. El fenómeno del coleccionismo no existe en la cultura algorítmica por que no existe la posesión y la relación personal con el objeto cultural, y no existe porque no hay objeto, ha sido sustituido por el acceso. Lo cual redunda, negativamente, en la creación de una colección y la construcción de un gusto personal.

Es un lugar común describir la facilidad con la que podemos acceder ahora a libros, películas, series, videojuegos, etc. El acceso y las plataformas de distribución digital (Netflix, Disney+, Spotify, Prime Video, Kindle, Game Pass, etc.) adquieren cada vez mayor protagonismo en nuestra cotidianeidad y dificultan, precisamente, por su facilidad de uso, buscar fuera de su catálogo series, películas, videojuegos, etc. Aquello que ofrecen es aquello que hay y aquello que vamos a ver, escuchar, jugar o leer. La instantaneidad, clave de la sociedad contemporánea que produce nuestra cultura, es la clave del éxito de este tipo de plataformas.

La normalización algorítmica nos impide, por comodidad, buscar más allá de lo recomendado.Cuanto más automatizado está un flujo algorítmico”, comenta Chayka en relación al coleccionismo cultural de libros, películas, música en formato físico, “más pasivos nos vuelve como consumidores y menos necesidad sentimos de construir una colección, de preservar lo que nos importa. Renunciamos a la responsabilidad de coleccionar” (2024, pág. 93). La supuesta inmensidad de información y de objetos digitales que prometen las plataformas nos separa emocionalmente de aquello que poseemos, debido a que, precisamente, no se trata de una posesión.

Sin embargo, la supuesta inmensidad de estas plataformas no es tal. En 2023, por ejemplo, Netflix ofrecía en distribución digital menos de cuatro mil películas, una cifra menor que el stock que algunos de los locales más grandes de Blockbuster tenía antes de su desaparición, que a menudo era de hasta seis mil películas. Ficciones, el último videoclub de Madrid, cerró en mayo de 2024, poseía en su catálogo más de 50.000 películas. Las recomendaciones crean un espejismo de diversidad y hondura que en realidad no existe. Muchas bandas deciden publicar parte de su contenido en otras plataformas menos conocidas como Bandcamp. Muchas películas no se encuentran en ninguna de las plataformas de distribución cinematográfica o audiovisual, y otras muchas series clásicas tampoco se encuentran por ninguna parte, por no mencionar obras audiovisuales producidas en países alejados de Occidente.

Resulta imposible construir un gusto personal a través de la cultura algorítmica dado que aquello a lo que accedemos en ellas son obras redundantes y similares cuyo número es más limitado del que podríamos pensar, un número que las páginas de inicio y la recomendaciones personalizadas se encargan de reducir aún más. No probamos nada fuera del menú, y el menú es cada vez más limitado.

Las consecuencias de la instantaneidad: la hegemonía de la memoria RAM

Hoy somos incapaces de recordar aquello que hemos visto o leído, y esto se debe a la presumida sobreabundancia de objetos digitales y a la instantaneidad, que nos hace pasar de una obra a otra sin hacerla verdaderamente nuestra. Nuestra cultura, afirma José Luis Brea, se nutre de un presente continuo en el que la novedad domina, es consumida al instante y es inmediatamente olvidada. Las películas que no logran captar la atención del espectador durante su primera semana en cines son relegadas a un cajón por no haber cumplido las expectativas de consumo requeridas. Las series de televisión que aparecen en las plataformas de distribución digital son emitidas, por norma general y con algunas excepciones, de una sola vez. El usuario las consume de forma obsesiva (binge-watching) y las olvida en el mismo momento de terminarlas. Este fenómeno ha comenzado a apoderarse de todas las manifestaciones culturales y está convirtiendo a nuestra propia memoria en memoria de proceso, en memoria RAM.

Un artículo de la revista The Atlantic, titulado “Why We Forget Most of the Books We Read… and the movies and TV shows we watch”, escrito por la psicóloga Julie Beck comentaba que, aunque esto siempre ha sido así, la memoria siempre ha recordado una fracción de aquello que experimentábamos, en la actualidad la intensidad de este fenómeno se ha visto modificada y esta fracción es ahora mucho menor que antes.En la era de Internet, recordar (la capacidad de recuperar información espontáneamente en la mente) se ha vuelto menos necesaria. Sigue siendo bueno para jugar al trivial en un bar o para recordar la lista de tareas pendientes, pero en gran medida, (….), lo que se llama memoria de reconocimiento es más importante”. La memoria ROM, la memoria dedicada al almacenamiento de larga duración, ha dejado de tener la misma relevancia que la memoria RAM, no solo para la cultura, también para nosotros mismos, como demuestran investigaciones científicas y médicas. Si esto es realmente así, ¿cómo puede construirse el gusto, la manera que tiene cada persona de apreciar las cosas, en una cultura predispuesta de forma tan radical hacia la instantaneidad, hacia el olvido y hacia la incapacidad para convertir nuestra memoria RAM en memoria ROM?

El gusto de la cultura algorítmica

El algoritmo selecciona y nos muestra una porción diaria de recomendaciones culturales que somos libres o no de aceptar pero que, por comodidad y por falta de tiempo, acabamos asumiendo como propias. Un problema que acaba conllevando otro: adaptamos nuestro gusto al del algoritmo. Chayka comenta que éste “no es solo una experiencia digital en nuestras pantallas. También es una fuerza ubicua que moldea el mundo físico” . El historiador Jason Steinhauer, quien ha estudiado algunos de los efectos de la Web en la difusión y comprensión del pasado, describe en su libro History, disrupted (2021) la evolución de algunos los perfiles de difusión histórica en X e Instagram más populares y concluye que éstos han ido modificando progresivamente sus publicaciones para adaptarse al algoritmo y mejorar así sus cifras de difusión. La adaptación al algoritmo modifica la cultura y, a la vez, modifica el mundo que nos rodea y nuestra relación con él. “Los sistemas algorítmicos”, explica Chayka, “influyen sobre el tipo de cultura que consumimos como individuos, moldeando nuestros gustos personales”.

El algoritmo, y los índices métricos de las plataformas sociales son capaces de crear el gusto, no solo de conducirlo, expresarlo o reconducirlo hacia otros lugares. En un reciente artículo titulado “Liking as taste making: Social media practices as generators of aesthetic valuation and distinction” sus autores, Johannes Paßmann y Cornelius Schubert, afirman que las plataformas sociales ya no sirven para expresar nuestro gusto, ahora lo crean. Este cambio, afirman los responsables de la investigación, responde a transformaciones culturales más amplias desde la década de 1990, así como al desarrollo de las redes sociales desde finales de los años 2000. Tras numerosas investigaciones ambos observaron que, en lugar de simplemente manifestar un gusto aprendido en otros contextos, los usuarios de estas plataformas desarrollan de forma cooperativa sensibilidades en las plataformas, constituyendo prácticas de observación, evaluación y distinción conjuntas. A esto lo llamaron el triángulo del gusto, en el cual los sujetos, los objetos y los medios se coproducen mutuamente.

No debemos olvidar, como recuerda Chayka, citando a Pierre Bordieu y su estudio sobre el gusto, que dos son las fuerzas que conforman nuestro gusto. La primera es la búsqueda independiente de los que nos produce placer personal, mientras que la segunda es aquello que le gusta a la mayoría, la corriente cultural dominante. Es posible que ambas fuerzas tiren en direcciones opuestas, pero a menudo es más fácil seguir la segunda, en particular cuando internet revela de forma tan inmediata lo que consumen los demás. Los flujos algorítmicos refuerzan aún más la presencia de la corriente dominante, frente a la que evaluamos nuestras elecciones. Visitamos espacios históricos recurrentemente presentes en las redes sociales. Vemos películas y series de televisión que aparecen constantemente en la pantalla como recomendadas. Leemos los libros que nos recomiendan los “influyentes” dedicados a promocionar y difundir sus lecturas y comemos en los lugares que recomiendan plataformas como TripAdvisor.

Maria Giovanna Onorati y Paolo Giardullo, sociólogos italianos, publicaron recientemente un artículo titulado “Social media as taste re-mediators: emerging patterns of food taste on TripAdvisor”. En su trabajo constataron científicamente una realidad ya cotidiana: el poder que tiene TripAdvisor, no sólo para consolidar o llevar al éxito a un restaurante, también para crear todo un gusto culinario y modificar el escenario gastronómico de todo un espacio geográfico con el objetivo de adecuarse al algoritmo de la plataforma. “La alianza entre la comida y los nuevos medios”, comentan al comienzo de su trabajo, “ha dado lugar a nuevas prioridades y estándares en el gusto, dependiendo menos de la experiencia gastronómica propiamente dicha y más de las dinámicas mediáticas y las reivindicaciones «metamórficas» de distinción social en estos tiempos de omnivorismo cultural”. Con este objetivo, estudiaron y analizaron todas las reseñas publicadas en TripAdvisor sobre restaurantes en la región italiana del Valle de Aosta durante un periodo de 25 meses.

Los resultados del análisis destacaron el proceso de “re-mediación” del gusto culinario impulsado por las redes sociales y la aparición de un capital culinario basado en «disposiciones» o esquemas de obrar, pensar y sentir asociados a la posición social y una socialización plural en torno a la comida, que abarca desde el entretenimiento culinario televisivo hasta las narrativas digitales y los nuevos patrones de consumo. Los nuevos restaurantes que abrían en este lugar eran remediaciones de aquellos que habían triunfado en las plataformas digitales. El gusto de la mayoría se impone así con excepcional dureza en las plataformas sociales y por comodidad, pasividad o seguir la corriente nosotros nos amoldamos, cada vez con más frecuencia, a él.

La cultura algorítmica, el gusto y el tiempo de internet

En todos los párrafos anteriores puede leerse la misma idea: el tiempo de internet premia las decisiones rápidas e impulsivas, nos arrebata el espacio necesario para forjar nuestro gusto y nuestro criterio personal. En la red apenas existen largas reseñas, han sido sustituidas por los comentarios de otros compradores. Todo ello nos anima a seguir la corriente dominante y consumir aquello que ya consumen otros. Pocos pasamos a la segunda página de resultados de búsqueda arrojados por cualquier motor de búsqueda en internet. Pocos gastamos nuestro tiempo en construir nuestro criterio propio, por que la experiencia de temporal que genera internet conspira contra ello.

El tiempo no se percibe de manera monolítica, sino que, como apuntan teóricos de la historia como Hartog, esta experiencia es producto del contexto en el que nos encontremos y que, por lo tanto, no es lo mismo el tiempo de la oralidad, el tiempo de la escritura o el tiempo de la electricidad, división que hace Adrián Alonso Enguita en su obra El tiempo digital: comprendiendo los órdenes temporales (2019), como no es lo mismo la experiencia temporal que se desprende de la imagen material, la imagen fílmica o la imagen digital, como tampoco lo es el desprendido por la forma raíz, la forma raicilla o la forma del rizoma. Tres formas de entender y experimentar el tiempo que, como no podría ser de otra manera, portan en su interior toda una serie de consecuencias que condicionan nuestra relación con la cultura y la construcción del gusto.

Esta disincronía, esta desestabilización del tiempo y experimentación diferente del mismo, dice el filósofo Byung-Chul Han en su obra El aroma del tiempo: “no es el resultado de una aceleración forzosa. La responsable principal de la disincronía es la atomización del tiempo. Y también a esta se debe la sensación de que el tiempo pasa mucho más rápido que antes. La dispersión temporal no permite experimentar ningún tipo de duración. No hay nada que rija el tiempo”. La ausencia de orden temporal en la percepción de la cultura y su inclusión en un presente infinito se debe, precisamente, a esto, a la ausencia de principios rectores, no hay nada, ni nadie, que rija el tiempo en internet, donde se suceden a lo largo y ancho de la pantalla todas las manifestaciones culturales posibles. El triunfo del software y del algoritmo de recomendación y la forma que éste ha adquirido ha supuesto también la desestabilización de la experimentación del tiempo compartido, del tiempo común e incluso de la capacidad de acabar y concluir. Las posibilidades abiertas ante nosotros nos permiten saltar de una obra a otra sin terminarla ni finalizarla, sin un tiempo de digestión de aquello que hemos visto.

Un estudio independiente realizado con los datos de GamingAnalytics.info señala que el 51,5% de los juegos permanecen en la biblioteca de Steam sin ser jugados. Y aquellos que si son jugados raramente son finalizados, aproximadamente entre el 30% y el 40% de aquellos que inician un videojuego de gran presupuesto no lo terminan. La tendencia ante este fenómeno es avanzar hacia videojuegos que no tengan un principio o un final, que no tengan una historia que seguir y que puedan ser disfrutados desde el mismo momento de iniciarlos, como son los videojuegos en línea de carácter multijugador.

Este fenómeno no es exclusivo del videojuego, otros medios digitales como el cine emitido en plataformas en línea también lo sufren. En Netflix denominan tasa de finalización al porcentaje de personas que comienzan a ver una serie pero nunca terminan la temporada, y este porcentaje se sitúa, de media, en torno al 50%. En las plataformas sociales, las publicaciones reciben la mayor de las interacciones durante su primera hora en línea para ser olvidadas después. Estos son algunos ejemplos que demuestran la rapidez con la que comenzamos a disfrutar de cualquier producto cultural y la rapidez, también, con la que lo damos por concluido, sin esperar siquiera a disfrutar por completo de la obra.

Pasar de una película a otra sin concluirla, de un videojuego a otro, de un libro a otro, etc., nos impide establecer una relación personal con ninguna de estas obras y nos impide, a la vez, aprehender su significado e integrarlo dentro de una jerarquía personal con la que construir nuestro gusto personal. El tiempo atomizado de internet y del software, la aparición de obras culturales cada vez más ligeras y superficiales, de menor extensión temporal, nos aboga irremediablemente a una cultura de lo efímero donde nada permanece y donde nada es recordado.

El malestar de la cultura algorítmica

La banda madrileña Biznaga cantaba, en otra de sus canciones, Mediocridad y confort (2017) lo siguiente:

Una industria para cada emoción
A cada audiencia, su ficción
Arcoíris de canales
El entretenimiento es inagotable
¡Cuánta felicidad y sopor!

El malestar de la cultura algorítmica se encuentra ahí, entre las letras de estas palabras. La desazón que provoca la cultura del algoritmo puede dividirse en dos ramas. La primera de ellas está protagonizada por el intento, muchas veces infructuoso, de escapar a la propia cultura algorítmica, de salir de ella, buscar y encontrar lo auténtico, por norma general a través de los mismos mecánicos que conducen y organizan la primera, es decir, a través de software y algoritmos de recomendación. La segunda de ellas está protagonizada por el esfuerzo contrario: tratar, por todos los medios, de ajustar nuestras creaciones culturales y nuestro gusto a la opacidad de las operaciones algorítmicas y a los cambios constantes que ejercen en ellos las grandes compañías tecnológicas que las poseen. La pintura que abre este artículo, «Bar boy», del pintor pakistaní Salman Toor ejemplifica esta disyuntiva. En un espacio social como un bar, un chaval queda absorbido por su teléfono móvil. No realiza ningún esfuerzo por conocer y encontrarse con el resto de personas que habitan el bar, cómodo, su mirada queda fijada en su dispositivo.

La preeminencia de la cultura algorítmica tiene como efecto la imposición de sus resultados y, a la vez, la obligación de seguir una serie de condicionantes opacos para que el algoritmo seleccione y visibilice al resto de usuarios tu contenido. El algoritmo elaborado de forma opaca e interesada por una empresa privada determina aquello que puedes y que no puedes ver. Su elaboración no es estática, continuamente va modificándose para perfeccionar su objetivo: captar la atención del usuario. Esto genera la conocida como “ansiedad algorítimica”, de acuerdo con Chayka:

La ansiedad algorítmica sitúa la carga de la acción sobre el usuario, o sobre la empresa: el usuario debe cambiar de comportamiento o se arriesga a desaparecer. A veces, cuando sus publicaciones o su contenido en una plataforma determinada dejan de suscitar el mismo nivel de interacción que antes, los usuarios se quejan de que los han “bloqueado disimuladamente”. Es frecuente que los usuarios teman que su cuenta sea bloqueada sin previo aviso ni remedio por parte de quienquiera que tome las decisiones; pero también es posible que las prioridades del algoritmo hayan cambiado sin más y que el tráfico ya no fluya hacia ellos (Chayka, Mundofiltro, 2024, pág. 57)

A la vez, la expansión de esta cultura algorítmica está provocando un cierto malestar entre la sociedad. La uniformidad está comenzando a alienar a los consumidores en lugar de entretenerlos, y el responsable al que achacamos esta situación es «el algoritmo». En los últimos años, ha prevalecido la noción de que la cultura algorítmica es superficial, de bajo costo y degradada, difuminada como esas fotocopias que se han reproducido en exceso. Esto representa, a su vez, una manifestación de ansiedad algorítmica: la percepción de que, cuando una actividad tan intrínsecamente humana como la creación cultural se automatiza, la autenticidad se vuelve inalcanzable. De hecho, la seducción de la autenticidad, de lo auténtico, se ha convertido en uno de los pilares fundamentales de nuestra cultura y se ha reintegrado, también, dentro de la cultura algorítmica.

Los problemas de la cultura algorítmica

La presión de las plataformas, su capacidad para absorbernos y sus falsas promesas de instantaneidad y accesibilidad universal nos condenan, cada vez más, a aceptar como norma aquellas expresiones culturales que nos ofrecen. Una oferta cada vez más similar en su estructura, aunque diferenciada en lo superficial, a cada audiencia su ficción, como gritaba Biznaga en Mediocridad y confort. Esto debería apelarnos a escapar del algoritmo y buscar fuera de él otras expresiones culturales que logren complementar a lo ya visto, oído, jugado o leído dentro de ellas.

El tiempo del software, el tiempo del rizoma dificulta aún más la construcción de nuestro gusto dentro de la cultura algorítmica, no dedicamos el tiempo suficiente a leer, terminar un libro supone un ejercicio cada vez más raro, incluso concluir un videojuego. Este continuo salto de rana entre obras culturales obstaculiza su comprensión y su aprehensión por parte del lector, observador, espectador, jugador u oyente. Somos incapaces de fijar nuestra atención.

A la vez, estar asediados por recurrentes y similares obras de ficción o no ficción entre las que saltamos rápidamente nos hace incapaces de recordarlas, nos quedamos dentro de ellas por su espectacularidad, por su impacto, porque son capaces de gustarnos y emocionarnos, pero una vez ese primer impacto ha pasado las olvidamos y pasamos a otra. No creamos, con ellas, una narración interna, un marco que logre explicar el mundo que nos rodea a través de la cultura.

Nos conformamos con mirar el mundo a través de los estrechos límites que nos  ofrecen las plataformas digitales. A través de nuestra ventana transcurre un carrusel de imágenes y textos recurrentes que no hemos seleccionado nosotros, que nos han sido dados y que ocultan muchas de las realidades que nos rodean.

Quizás, la construcción del gusto no resulte, para algunos lectores, un asunto de especial relevancia o importancia, aunque éste logre explicar la cultura dominante y justificar buena parte del orden político contemporáneo. Por esto mismo, para terminar, hagan un experimento y lean de nuevo este texto, pero ahora, en lugar de leer gusto lean conocimiento o formación política. Prácticamente podríamos trasladar la construcción del gusto a la construcción de la formación política, ya que todos los aspectos que hemos contemplado en este texto podrían aplicarse sin ningún problema a la construcción de un deber o de un sentido de la política.

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