The Secret of Monkey Island como artefacto postmoderno.

¡Hola! Me llamo Guybrush Threepwood, ¡y quiero ser un pirata! (The Secret of Monkey Island).

Así es cómo se presenta el protagonista principal de The Secret of Monkey Island (LucasArts, 1990), diseñado por Ron Gilbert, al comienzo de la aventura. Es una declaración de intenciones que encierra un sentido más allá del aparente, como muchas de las situaciones que se pueden experimentar a lo largo del juego. Es un enunciado que hace sobresaltarse al vigía que, a espaldas de Guybrush, parece otear el horizonte. Como la postmodernidad, lo nuevo entonces (aunque ya no lo sea tanto), el joven aprendiz de pirata sorprende a la modernidad ilustrada, lo viejo, que anclada en su atalaya donde creía que lo podía abarcar todo con su omnipotente mirada, ya no es capaz de entender su realidad. La metáfora es magnífica: un anciano con barba (como todos los teóricos modernos), ciego, vigilante de un territorio que ya no es capaz de observar, es sorprendido por un joven que quiere ser. Como en los relatos postmodernos, la identidad no es una esencia más o menos impuesta, sino que se convierte en objeto de construcción libre y voluntaria, no tanto como el fin a cumplir de las sociedades modernas sino como el medio en constante transformación de las sociedades contemporáneas (Bauman, 2007: 104-118).

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The Secret of Monkey Island es un hito de la época dorada de las aventuras gráficas, cuando eran el género dominante en el ámbito de los videojuegos. Sin duda es una obra que anida en el imaginario colectivo de muchos jugadores pasados y presentes. Puede que su ámbito de influencia sea más subcultural que cultural —como sí podría ser el caso de Pac-Man, Super Mario o Space Invaders convertidos en iconos pop de nuestra era—, sin embargo sí me gustaría destacar en este texto su importancia para entender el papel del videojuego como fenómeno cultural postmoderno por antonomasia (Kerr, 2006: 2). Puede que en la actualidad el videojuego transite otros caminos, como el del digimodernismo que según Kirby (2009) se ha establecido desde mediados de los 90 como el nuevo paradigma cultural dominante del siglo XXI, desplazando al postmodernismo como lógica cultural hegemónica (Jameson, 2001); sin embargo, Monkey Island es un título cuya importancia sociocultural como artefacto postmoderno que ayudó a definir al videojuego como producto cultural, está fuera de cualquier duda.

Monkey Island es, como toda realidad, hija de su tiempo. Y eran, son en cierta medida, tiempos de postmodernidad. Por ello en la obra se reflejan —al mismo tiempo que se fomentan— algunos de los rasgos que caracterizan la episteme postmoderna y que abordaré a continuación: reflexividad, hiperrealidad y la subversión de los metarrelatos dominantes.

Reflexividad.

Se ha dicho en numerosas ocasiones que la nuestra es una sociedad reflexiva (Lamo de Espinosa, 1990), por la que las propias prácticas sociales “son examinadas constantemente y reformadas a la luz de nueva información sobre esas mismas prácticas” (Giddens, 1993: 46). Es decir, nuestro conocimiento sobre la realidad altera el propio funcionamiento de la realidad. Uno de los ejemplos clásicos de esta reflexividad en términos sociales es la de las encuestas electorales, en el que su valor predictivo queda alterado porque la población cuya intención de voto reflejan, ahora actúan con ese conocimiento, lo que puede conducir tanto a su cumplimiento —la profecía que se autocumple— como a su negación —la profecía que se autoniega— (Merton, 1968). En el fondo, la reflexividad es la capacidad de pensarse a sí mismo desde el conocimiento que produce ese pensamiento.

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La saga Monkey Island es una de las pioneras en romper la cuarta pared dentro de un videojuego.

Así, en Monkey Island encontramos grandes dosis de reflexividad. Es muy consciente de sí mismo como videojuego y como género de aventura y lo explota en su propio funcionamiento. De ahí la existencia de metapuzles como los que describía Miguel F. Fervenza en Indiefence, y del que yo mismo hablé en Deus Ex Machina. Se trata de esa parte del juego en el que Guybrush es lanzado al mar atado al pesado ídolo que había sustraído de la casa de la gobernadora. Al principio la solución parece obvia: intentamos alcanzar uno de esos afilados objetos que vemos alrededor para cortar la cuerda que nos impide salir. En cuanto nos damos cuenta de que la cuerda no es lo suficientemente larga como para alcanzar ninguno de los objetos que nos rodean, nos concentramos en lo que tenemos en nuestro inventario, probando cualquier combinación que viene a nuestra mente. Incluso llegamos a desear que la solución venga de esos individuos que parecen tan desesperados por deshacerse del cuchillo con el que acaban de cometer un crimen (eso ocurre a los cinco minutos más o menos, dos hombres en el muelle discuten sobre la posibilidad de tirar al agua su arma). Sin embargo, la respuesta al problema es mucho más sencilla. Simplemente tenemos que coger el ídolo con nuestras manos y salir por nuestro propio pie del fondo del mar. Tal y como lo califica Miguel R. Fervenza, es un metapuzle, un puzle autorreferencial cuya eficacia -e ironía- sólo funciona si somos jugadores habituales. La obra juega con el conocimiento que como jugadores tenemos de las aventuras gráficas y anticipa nuestro comportamiento. Los jugadores han de aplicar una nueva capa de reflexividad para salir del entuerto. Poco hay más postmoderno que ese ejercicio de reflexividad reflexiva.

Monkey Island está lleno de estos momentos reflexivos y autoparódicos, como la broma del tocón del árbol, sólo presente en las primeras versiones de disquetes. En ella se pedía introducir números de disquete que no existían para entrar a través del tocón a un sistema de catacumbas que el personaje principal había avistado a través de un hueco. Guybrush finalmente decía “Parece que no puedo entrar por aquí. Creo que tendré que saltarme esta parte del juego”. De nuevo, reconoce que es un juego desde dentro del juego, algo que hoy día puede ser considerado como una convención más del medio, pero con la que Monkey Island se movía muy cómodamente y de forma original. Lógicamente, en títulos posteriores se explotará esta lógica, y la reflexividad dará una tuerca de vuelta más, como cuando en la tercera entrega de la saga The Curse of Monkey Island, existe la posibilidad de asomarse por una grieta en unas catacumbas y aparecer por el tocón del árbol de la primera entrega.

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El famoso puzle submarino de Monkey Island.

Esta reflexividad la expande también a todo el género de las aventuras, como cuando ya avanzada el juego, en Monkey Island, simula una de las clásicas muertes de los juegos de Sierra Online: en el momento de acercarse demasiado a un saliente, éste se desprende y Guybrush cae al vacío. Incluso llegan a salir las típicas opciones de recuperar, reiniciar o salir. Obviamente nuestro personaje vuelve a su sitio, asegurando que ha caído sobre un árbol de goma.

La obra de LucasArts está repleta de reflexividad, metarreferencias y (auto)parodia. Y exige del jugador ese nivel reflexivo, ya que si desea entender las bromas que Monkey Island hace sobre las convenciones del género, tal y como asegura Petri Lankoski (2011: 293), el jugador debe observar el juego como un juego antes que sentirse inmerso en él.

Lo hiperreal en la era de los simulacros.

En su ensayo “La precesión de los simulacros”, Jean Baudrillard (2007: 9-80) explora la idea de lo hiperreal, que consiste en la sustitución de la realidad por modelos de realidad. El simulacro que engendra lo hiperreal no tiene referentes, ni origen, ni sustancia: se trata “de una suplantación de lo real por los signos de lo real” (ibídem: 11). Durante la modernidad los signos podían disimular algo, lo que incluye representaciones de la realidad ideológicas —que fueron puestas en solfa por el marxismo— pero asumían la existencia de un referente. La postmodernidad estaría en cambio atravesada por la era de los simulacros y el reino de lo hiperreal, que estaría compuesta por signos que disimulan que ya no hay nada. El signo en sí mismo se rompe: significantes sin significados; significantes que sólo hacen referencia a otros significantes.

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Jean Baudrillard, quien llegó a negar la primera Guerra del Golfo en su libro “La guerra del Golfo no ha existido” plateando que habíamos visto, por televisión, otra guerra que no había sido la real, sino un modelo artifical del conflicto real.

Uno de los ejemplos que dan cuenta de por qué vivimos en una sociedad hiperreal es la existencia de parques temáticos. El caso más paradigmático para Baudrillard es Disneyland, el parque original situado en California, en el que se reproduce el microcosmos social en miniatura de la América real (ibídem: 29). Pero Baudrillard va más allá, y llega a asegurar que Disneyland sólo existe para ocultar que es la América real, que todo el país es en realidad Disneyland:

Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles, América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiperreal y de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto, de salvar el principio de realidad (ibídem: 30).

En la novela de Julian Barnes (2008), England, England, se lleva esta idea al extremo. En ella, existe una isla llamada “El Proyecto” donde se construye un inmenso centro patrimonial con la intención de que contenga todo lo que se entienda por inglés, incluyendo hechos históricos, monumentos, mitos, paisajes, arquitecturas, espacios naturales, equipos de fútbol y un largo etcétera. Llega a ser tan exitosa la réplica que comienza a amenazar y a sustituir a la isla original —incluso la familia real se muda a ella—, lo que provoca que comience a vaciarse de sentido y sea vista como la Vieja Inglaterra, en contraposición a la nueva Inglaterra, Inglaterra (como si fuera necesario reafirmarla yuxtaponiendo su nombre en una iteración doble). Es la perfecta realización de la hiperrealidad: el modelo que precede a la realidad, el simulacro que ocupa su espacio.

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Es bien conocido que Monkey Island se inspira en el universo de piratas de Disneyland, y durante toda la obra nos está dando señales de que estamos en un parque temático de esas características: las máquinas expendedoras, el pirata con el cartel de “pregúntame por Loom”, los signos de Trademark, los folletos de Stan, las camisetas como premio por derrotar a la Sword Master o encontrar el tesoro, el personaje disfrazado de troll, el reloj de la plaza que siempre marca la misma hora… si incluimos en el análisis la segunda entrega, LeChuck’s Revenge (LucasArts, 1991), todo es aún más obvio, especialmente por su polémico final.

Es difícil saber si Monkey Island está ahí como una obra de ficción —un videojuego— propia de la postmodernidad, precisamente para ocultar que Guybrush Threepwood, Melee Island, Elaine Marley, LeChuck, Cara Limón y el mono de tres cabezas son la única realidad, o mejor dicho, simulacro de ella, que nos queda. Pero sí es evidente que se torna en otro signo-simulacro que hace referencia a otro signo-simulacro (la atracción Disney), que a su vez se relaciona con el resto de la realidad como espacio de lo hiperreal que la sustituye. El hecho de que LucasArts fuera comprada por Disney en 2012 no hace sino ahondar en este planteamiento. Hay quien puede pensar, lógicamente, que el objetivo principal era adquirir los derechos del universo Star Wars, pero no deja de tener un componente irónico el modo en el que el círculo hiperreal se cierra.

Subversión de las metarrelatos dominantes.

Una de las características de la condición postmoderna es “la incredulidad respecto a los metarrelatos” (Lyotard, 2000: 10) que legitimaron los regímenes de realidad modernos. Se refiere, “grosso modo”, a los grandes relatos de legitimación modernos del orden de lo emancipatorio y especulativo (ibídem: 73): la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del sentido y la emancipación del sujeto razonante o trabajador (ibídem: 9). En sintonía con Lyotard, Giddens argumenta en la misma línea que defiende el fin de la gran narrativa histórica y la pérdida de la fe en el progreso continuo que anunciaba el mundo moderno —más feliz, estable, seguro, avanzado—:

Esto nos ha obligado a algo más que suavizar o matizar la suposición de que el surgimiento de la modernidad nos conduciría a la formación de un mundo más feliz y más seguro. La pérdida de fe en el ‘progreso es, desde luego, uno de los factores que subraya la disolución de la gran narrativa de la historia (1993: 22-23).

Con el propósito de legitimar instituciones y prácticas sociopolíticas, articuladas según una ideología del progreso, las metarranativas modernas se diluyen y provocan la contingencia de las relaciones sociales: “el contrato temporal suplanta de hecho la institución permanente en cuestiones profesionales, afectivas, sexuales, culturales, familiares, internacionales, lo mismo que en los asuntos políticos” (Lyotard, 2000: 118).

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Elaine subvierte el relato tradicional de la damisela en apuros.

Esta alteración de los metarrelatos dominantes conduce a la licuefacción de muchas de las instituciones modernas (Bauman 2003), lo que incluye sus dispositivos, prácticas y discursos. Sin embargo, algunos de los aspectos de estas grandes narrativas se resisten, como podría ser el patriarcado como lógica de dominación aún presente. Es cierto que ha sido puesta en cuestión por la teoría feminista (Haraway, Butler, o Hardy entre otras), y se han producido numerosos avances en el ámbito de lo social, lo político y lo cultural, pero aún sigue siendo una fuente de discriminación que afecta transversalmente a todas las sociedades.

Por ello, resulta positivo el hecho de que una obra como Monkey Island sea participe de ese esfuerzo tan postmoderno de subvertir las narrativas dominantes, en este caso, atacando al cliché de la damisela en apuros. En un momento determinado de la aventura se produce un giro: el objetivo de Guybrush ya no es convertirse en un temible pirata, sino en rescatar a la gobernadora Elaine Marley, que ha sido secuestrada por el pirata fantasma LeChuck. Es la clásica historia en la que un hombre (sujeto activo, poderoso, resolutivo) tiene que rescatar a una mujer (sujeto pasivo, indefenso, incapaz). Por lo tanto, el título de LucasArts nos pone en el contexto de una historia tantas veces contada para, al final, subvertir su sentido: Elaine ya había sido capaz de resolver la situación por sí misma, y es el timorato Guybrush el que está realmente en apuros.

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Anita Sarkeesian utiliza este ejemplo en su tercera entrega sobre damiselas en apuros dentro del ámbito de los videojuegos para ilustrar cómo el humor puede ser utilizado para parodiar el sexismo, ya que permite socavar convenciones de género regresivas. Después de todo, la parodia es una forma postmoderna que busca resignificar lo establecido, tal y como teoriza Judith Butler en Género en disputa (1999). Y Monkey Island tiene grandes dosis de parodia; es, de hecho, una parodia de parodias.

Conclusión: la X siempre marca el lugar.

Después de sobresaltar al vigía al comienzo del juego, Guybrush Threepwood debía comparecer ante los tres piratas jefe de la isla de Mêlée para cumplir su deseo de convertirse en un pirata oficialmente reconocido. Para ello —así se lo exigían los piratas jefe— debía pasar tres pruebas relacionadas con la piratería que demostraran su valía: el manejo de la espada, el dominio del arte del robo y su capacidad para buscar tesoros. Ante esta última prueba, el valiente pero poco brillante Guybrush —recordemos que su única virtud, sorprendente igualmente, consistía en aguantar la respiración durante diez minutos— preguntaba a los piratas jefe si no necesitaría de un mapa para encontrar el tesoro: “¡No esperarás encontrar un tesoro sin un mapa!”, era lo que le respondían con indisimulado desdén los piratas para finalmente añadir: “Y recuerda… ¡la x señala el lugar!”.

La equis en el mapa nos indica, por lo tanto, el lugar donde se ubica el tesoro. Sin embargo, en el universo de Monkey Island, es en el propio territorio donde encontramos también inscrita una gran X que nos devuelve siempre las mismas preguntas: ¿qué X se marcó primero, la de la cartografía que nos ha llevado hasta esta X o la de esta X que remite a la cartografía? ¿Se crearon simultáneamente? ¿No existiría una sin la otra?

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Destaco este último guiño del juego porque condensa todos los aspectos vistos. Primero, la reflexividad, porque aplica reflexivamente algo que comenzaba a despuntar en el medio pero que después se ha utilizado en infinidad de obras videolúdicas (cuando podemos ver en misiones los indicadores del siguiente objetivo tanto en el mapa como en la propia realidad del juego). Segundo, la hiperrealidad, porque no es posible determinar qué fue antes, el territorio como realidad o el mapa como modelo productor de realidad, ya que en cualquier caso no son más que signos que refieren uno a otro sin referente u original. Por último, la subversión de metarrelatos, ya que parodia la convención espacial del mapa como dispositivo panóptico de dominación del territorio. Al traducir el recorrido para encontrar el mapa en una sucesión de pasos de baile, nos conduce más cerca de la lógica del itinerario, forma de acción espacializante, y que De Certeau oponía precisamente al mapa (2000: 130-132)Lo cierto es que es una obra fascinante que encarna a la perfección la casuística del artefacto postmoderno probablemente sin pretenderlo. Se podrían haber abordado otras temáticas, como su importancia para mostrar las posibilidades del videojuego como medio, lo que aportó especialmente a nivel narrativo (Black, 2012) o en el diseño de puzles (Pérez Latorre, 2015: 425). La obra maestra de Ron Gilbert es un texto a descifrar repleto de matices.

Pero en el fondo The Secret of Monkey Island es más que un artefacto postmoderno, un texto o un medio; es también, y sobre todo, un pedazo de cultura videolúdica en el que es posible reconocernos tras más de un cuarto de siglo desde su publicación, incluso más allá de nuestras diferencias socioculturales (Fernández-Vara, 2009). Porque sociológicamente esa es una de las principales conclusiones a las que llegar: Monkey Island es la x que marca el lugar común que muchos habitamos como parte de nuestra experiencia videojugadora.

Bibliografía.

  1. Barnes, Julian (2008). England, England. London: Vintage.
  2. Baudrillard, Jean (2007). Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós.
  3. Bauman, Zygmunt (2003). Modernidad líquida. Buenos Aires: FCE.
  4. Bauman, Zygmunt (2007). Identidad. Buenos Aires: Losada.
  5. Black, Michel L. (2012). “Narrative and Spatial Form in Digital Media: A Platform Study of the SCUMM Engine and Ron Gilbert’s The Secret of Monkey Island”, Games and Culture, vol. 7, 3: 209-237.
  6. Butler, Judith (1999). Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity. London: Routledge.
  7. De Certeau, Michel (2000). La invención de lo cotidiano. Vol. 1. Artes de hacer. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana.
  8. Fernández-Vara, Clara (2009). “The Secret of Monkey Island: Playing between Cultures” en Davidson, Drew (editor). Well Played 1.0. Video Games, Value and Meaning. ETC Press.
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  10. Jameson, Fredric (2001). Teoría de la postmodernidad. Madrid: Trotta.
  11. Kerr, Aphra (2006). The Business and Culture of Digital Games. Gamework/Gameplay. London: SAGE.
  12. Kirby, Alan (2009). Digimodernism. New York: Continuum.
  13. Lamo de Espinosa, Emilio (1990). La sociedad reflexiva. Sujeto y objeto del conocimiento sociológico. Madrid: CIS.
  14. Lankoski, Petri (2011). “Player Character Engagement in Computer Games”, Games and Culture, vol. 6, 4: 291-311.
  15. LucasArts (1990). The Secret of Monkey Island [Originalmente publicado bajo el sello Lucasfilm Games].
  16. LucasArts (1991). The Secret of Monkey Island 2: LeChuck’s Revenge.
  17. Lyotard, Jean-François (2000). La condición postmoderna. Madrid: Cátedra.
  18. Merton, Robert K. (1968). Social Theory and Social Structure. New York: Free.
  19. Pérez Latorre, Óliver (2015). “The Social Discourse of Video Games Analysis Model and Case Study: GTA IV”, Games and Culture, vol. 10, 5: 415-437.