Hay una muy oportuna frase de García Canclini que siempre consigue devolverme al núcleo de la cuestión sobre la globalización cultural: “Hay muchas más oportunidades en nuestro futuro que optar entre McDonald’s y Macondo” (1999: 52). La lúcida mente del antropólogo argentino nunca dedicó sus pensamientos al videojuego. Pese a ello, sus ensayos sobre el concepto de hibridación han sido, sin pretenderlo, el combustible de toda una corriente dedicada a pensar el juego digital en el marco de la globalización cultural.
La globalización cultural, en su acepción actual, surge con fuerza en las disciplinas de la sociología, la antropología, las ciencias políticas y la literatura comparada en torno a los años sesenta, coincidiendo apenas con la difusión del concepto de aldea global de McLuhan (2015), referente por excelencia en el estudio sobre las consecuencias socioculturales de la mundialización de las comunicaciones.
En realidad, la suma de estos dos términos (“globalización” y “cultura”) se ha convertido en un comodín algo retórico para referirse a todo y nada a la vez; para hablar de lo que nos rodea —el capitalismo global— y de sus efectos en el campo de la cultura, otro contenedor lingüístico que durante siglos ha generado ríos de tinta para llegar a una conclusión que hoy nos parece evidente: que la cultura es “una totalidad compleja hecha de normas, de hábitos, de repertorios de acción y de representación” (Warnier, 2002: 19). La cultura, como nos recuerda Lourdes Arizpe (2011: 71), “no está conformada por objetos, sino por formas de relación en las que interviene la libre decisión de las personas de asumir, portar y practicar un comportamiento cultural”.
Es aquí donde surge la primera gran contradicción de este fenómeno que ha provocado tantas pasiones como rechazos: ¿cuál es, realmente, nuestro margen de libertad, como dice Lourdes Arizpe, para decidir por completo nuestra identidad y comportamiento culturales? O dicho de otro modo, ¿cómo influye la globalización en ese totum revolutum que es nuestra cultura individual, social y grupal —los tres estratos culturales de Eliot (1963)—?. Según la UNESCO (s.f.):
…aunque este fenómeno [la globalización] promueve la integración de las sociedades y ha proporcionado nuevas oportunidades a millones de personas, también puede traer consigo la pérdida de la autenticidad de la cultura local, lo que puede llevar a la pérdida de identidad, la exclusión e incluso el conflicto. Esto ocurre especialmente en el caso de las sociedades y comunidades tradicionales, que se exponen a una rápida “modernización” basada en modelos importados de fuera y no adaptados a su contexto.
La globalización, fenómeno que precede, y por mucho, a la revolución de las industrias culturales y las telecomunicaciones del siglo XX, ha traído consigo varios procesos en apariencia contradictorios. El teórico japonés Koichi Iwabuchi (2002) ha encapsulado este fenómeno en su noción de recentralización, que supone ni más ni menos que la “apertura” gradual de la economía global a nuevos focos alejados de los centros de producción hegemónicos. Estos centros ocupan desde hace tiempo el triángulo industrializado formado por América del Norte, Europa y el Asia rica (Warnier, 2002) y su influencia se deja ver en las más diversas industrias culturales, entre las que se encuentra el videojuego.
Modernización vs. dependencia: dos caras de una misma moneda
Si bien la idea de recentralización de Iwabuchi invita a pensar, de forma optimista, en una globalización cada vez menos asimétrica, desigual y generadora de dependencias entre las diversas regiones del mundo, hay un sector de la economía política que no lo ve tan claro. Este sector opina que si bien la globalización promueve el crecimiento y el desarrollo de regiones desindustrializadas —aquí se suele emplear el ejemplo de China como paradigma de la modernización acelerada—, dicho crecimiento tiene lugar siempre a expensas de nuevas desigualdades. Es decir, que cada nuevo centro debe ir acompañado forzosamente de una nueva periferia.
¿Y qué tiene todo esto que ver con el videojuego? Pues bastante, si nos paramos un momento a pensar en el auge desde hace unos años —me atrevería a decir que diez o quince— de un desarrollo intensivo en zonas de las que hasta hace poco apenas se hablaba en los medios mainstream. En este sentido, conviene recordar y subrayar que el desarrollo de videojuegos en regiones alejadas de los centros antes descritos no es un fenómeno nuevo per se. Asumir que antes de que nuestros ojos privilegiados se posaran sobre áreas como Oriente Medio o Latinoamérica no había historiografías propias con décadas de antigüedad en estos lugares sería una triste muestra de etnocentrismo. Como leía en una cuenta de Twitter, “los académicos de los países más fuertes tienden a escribir como si siempre estuvieran revolucionando el campo de estudio y a hablar en términos globales, como si sus hallazgos fueran siempre de relevancia universal”. La novedad consiste, en realidad, en el alcance global que han logrado estas producciones, antes destinadas a un mercado de carácter local y dependiente de unos pocos publishers nacionales o de redes de intercambio lideradas por fans. Hoy, por fin, debemos estar agradecidos de tener acceso a una oferta cultural sin precedentes en el ámbito del videojuego.
Pero claro, la globalización, como ya hemos adelantado, tiene sus costes, y las dinámicas centro-periferia perduran incluso en este prometedor contexto de recentralización que defiende Iwabuchi. La dependencia no desaparece de un día para otro. Dependencias económicas, sí, pero también culturales. Como sostiene Baeza-González (2021: 51), “la periferia se presenta como un espacio que puede ser innovador y creativo […] Sin embargo, esta creatividad está muy ligada y depende de una importante industria mediática mundial, que determina sus propias historias como desarrolladores”.
Así pues, toca preguntarnos: ¿qué aspecto tiene el videojuego hecho en la periferia? ¿Qué nos cuentan sobre sí mismos los desarrolladores de estas regiones olvidadas por los libros de historia?
“Situando” el videojuego en la periferia
La voz “periferia” hace tiempo que caló en el discurso de la crítica cinematográfica, que con gran pragmatismo ha sabido reutilizarla para contextos nuevos alejados de la teoría original. Nacida al calor de los planteamientos económicos de un grupo de economistas latinoamericanos tras la Segunda Guerra Mundial, la noción de periferia ha permeado poco a poco en otros estratos culturales, dando forma a la idea de que todo centro se define por una periferia que depende de aquel en mayor o menor medida. La periferia contiene, a su vez, su propio centro y sus propios márgenes, configurando una estructura rizomática que se repite hasta el origen de la existencia. El individuo, imagino.
Con mucho acierto y mayor cautela, la crítica cinematográfica ha manejado el término “periferia” para dar cuenta de aquellos cines producidos fuera de lo que se considera normativo. La diferencia, en origen, era puramente geográfica. Los small cinemas ofrecían al espectador una mirada privilegiada sobre las vidas de gentes y culturas que no tenían cabida en la galaxia Hollywood. Este nuevo “cine nacional”, tal y como lo define Elsaesser (2005), se caracteriza por cuatro aspectos: 1) establecía un diálogo con la idea de nación en el terreno político, 2) hacía referencia al imaginario histórico, 3) apelaba a la memoria y a la identificación, y 4) forjaba un sentimiento de pertenencia. Valores, todos ellos, que podemos encontrar cada vez con mayor asiduidad en el videojuego contemporáneo.
Pero algo sucede a la sombra de esta creciente fascinación por el cine de otros lugares. Lo que sucede no es otra cosa que la reformulación del propio concepto de lugar, a raíz de la conexión mediática cada vez más vertiginosa entre distintos rincones del planeta. El surgimiento de los no-lugares, la crisis de la asimetría entre el aquí y el allí, la pérdida de importancia del contexto cultural e histórico de los bienes que consumimos… son procesos motivados por la globalización de una experiencia humana cada vez más mediatizada. ¿Qué importancia tiene ya lo local, cuando lo local está en todas partes, al mismo tiempo? Ante el derribo espiritual de las barreras geográficas, el concepto de periferia pierde por un momento su función. ¿Cómo hablar de periferias cuando los centros parecen cada vez más dispersos (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica) y las viejas divisiones (norte-sur, este-oeste, Occidente y el resto) comienzan a marchitarse? ¿A dónde miramos, si queremos mirar afuera, cuando el afuera está en nuestras pantallas?
De momento, contamos con indicios sólidos para empezar a enarbolar una teoría de la identidad nacional-cultural en el videojuego. El caso de Latinoamérica nos ofrece un escenario único para poner a prueba la tesis de que la globalización cultural no solo produce homogeneización y estandarización en las prácticas culturales vinculadas al videojuego, sino también su opuesto: procesos de diferenciación e hibridación que reflejan una creciente sensación de querer-estar y querer-ubicarse en el mundo, de vencer la volatilidad del espacio hipercultural y recuperar el lugar físico como significante estable de nuestra identidad. Es lo que Roland Robertson (2000) con mucho acierto definía como la simultaneidad en la universalización del particularismo y la particularización del universalismo.
Lo que Latinoamérica propone es una oportunidad única para comprender las contradicciones de la globalización cultural desde la producción local y nacional de videojuegos con señas de identidad propias. Para comprender cómo la hibridación no está reñida con el ejercicio identitario, pocos lugares tan paradigmáticos como la vasta extensión —geográfica y simbólica— que viaja desde la Sierra Tarahumara al norte hasta la Tierra del Fuego al sur. No solo le debemos a una serie de economistas latinoamericanos el concepto moderno de periferia, sino que nadie ha sabido pensar ideas tan necesarias para entender el complejo proceso de modernización como ellos. “Hibridación”, “mestizaje”, “criollización”, “transculturación”… son voces autóctonas que encapsulan el deseo de comprender y explicar el accidentado proceso de modernización del continente. Es en Latinoamérica donde lo “trans-” —transculturación, transmodernidad, transnacionalidad—, a la postre convertido en el nuevo paradigma de los estudios culturales, alcanza su mayor vigorosidad. Como señala Anthony D. King (1997), es en las calles de Río y no de París donde somos testigos de la “verdadera” modernidad en todo su esplendor.
América Latina como paradigma de la identidad nacional-cultural en el videojuego
En la actualidad, América Latina representa, con 6000 millones de dólares de facturación, el 4% del mercado mundial de videojuegos (Newzoo, 2020). Si bien el poderío de la región queda muy lejos de mercados-locomotora como el asiático o el norteamericano, sí que representa el segundo mayor índice de crecimiento interanual, con un 10,3% respecto a 2019, solo por detrás de Oriente Medio y África. Es decir, son los mercados emergentes de Oriente Medio, África y Latinoamérica —lo que, según nuestra tesis, se correspondería grosso modo con la periferia del videojuego— donde más potencial hay para el desarrollo. Entre tanto, el menor crecimiento interanual se da en Europa, donde la industria solo ha generado un 7,8% más respecto a 2019.
La historia del videojuego en Latinoamérica comienza con trazos similares a los de tantos otros mercados nacidos a la sombra de las dos grandes potencias: Estados Unidos, cuna de iure del videojuego, y Japón, cuna de facto del mismo. No existe, como es de suponer, una política uniforme frente a la importación de estos productos en todo el continente. El escenario más habitual durante los años ochenta oscila entre la importación clandestina, que depende en gran medida de la capacidad de unos pocos para viajar a Estados Unidos y regresar con una maleta cargada de videojuegos, y los primeros acuerdos entre distribuidores locales e internacionales para convertir a ciertos países de la región en nuevos mercados del pasatiempo que amenaza con desterrar a la televisión de los hogares.
Uno de los casos representativos lo escribe la compañía Tectoy. Fundada en 1987 como Tectoy Indústria de Brinquedos por el ingeniero argentino Daniel Efraim Dazcal y los hermanos de origen alemán Leo y Abe Kryss, Tectoy alcanza en los noventa el 80% del mercado brasileño de videojuegos. Gran parte de su éxito, y del motivo por el que hoy Brasil se sitúe a la cabeza del desarrollo de esta industria en Latinoamérica, se debe al acuerdo alcanzado para ser la distribuidora oficial de Sega en toda la región del MERCOSUR.
Tectoy representa, además de una visión pionera que da alas a muchos desarrolladores de la región, un ejercicio de resignificación cultural que sostiene nuestro interés por Latinoamérica como paradigma de la teoría de lo nacional-cultural en el videojuego. Sabiendo que lo global debe pasar por el ojo de aguja de lo local para lograr integrarse, Tectoy adopta una estrategia de glocalización masiva de los productos de Sega. En lugar de desarrollar videojuegos de cero, o de vender los títulos japoneses tal cual les son entregados, los programadores de Tectoy rescatan el código de estos videojuegos y modifican el apartado gráfico, adaptándolo a escenarios familiares para el público brasileño. Así, los mundos originales de Teddy Boy (SEGA Enterprises, 1985), Wonder Boy in Monster Land (Escape, 1988), Ghost House (SEGA Enterprises, 1986) o Astérix and the Secret Mission (SEGA Enterprises, 1993) se convierten en los universos de Geraldinho, Mônica, El Chapulín Colorado o Gilmar y Priscila, personajes infantiles populares del cómic y la televisión brasileños. Esta estrategia le confiere a Tectoy una presencia dominante en gran parte del mercado latinoamericano durante los años ochenta y noventa.
¡La representación importa! Pero… ¿para quién?
Con la evolución de las capacidades de la imagen videolúdica para establecer una relación significante con la realidad, surgen nuevos planteamientos en torno a las implicaciones ideológicas de la representación cultural e histórica, sobre todo cuando se trata de “terceras culturas” (Beck, 2008: 36) alejadas de los grandes centros de producción. La imagen de Latinoamérica en el videojuego pronto adquiere la dimensión de un estereotipo que, para autores como Homi K. Bhabha (2003), corre el riesgo de ser asumido como identidad por parte de los colectivos representados.
Desde la industria latinoamericana, y de forma significativa en los últimos años, algunos desarrolladores han cuestionado públicamente el tratamiento de su cultura desde el videojuego. Por ejemplo, Augusto Quijano, artista conceptual de Guacamelee! (DrinkBox Studios, 2013), se ha mostrado insatisfecho con las representaciones realizadas de México: “La forma en que se retrata a México en las películas y videojuegos es muy miope, y no creo que le haga justicia al país” (Penix-Tadsen, 2016: 161). Esta situación ha hecho que un grupo cada vez más numeroso de desarrolladores apueste por contenidos de carácter local para sus obras. Recientemente, el creativo peruano Mateo Alayza, director de arte en LEAP Game Studios, ha sostenido que “en Perú […] hay ciertas ideas sobre cómo deben ser los juegos […] Mis preocupaciones en torno al medio en Latinoamérica y en Perú es que se tiende a copiar mucho los ejemplos de afuera pero nunca se piensa en construir una voz propia” (Behind Gaming, 2020).
André Cariús y Guilherme Xavier, miembros de Donsoft Entertainment, anunciaron con relación al lanzamiento de Capoeira Legends: Path to Freedom que el foco de la compañía consistía en “divulgar la cultura brasileña e ir creando juegos de una calidad cada vez mayor hasta llegar al máximo nivel del mercado. Este ha sido el primer paso de una estrategia a largo plazo con la que queremos apostar por el interés de Brasil y del mundo por nuestra cultura” (Torres, 2009). Estas palabras coinciden con las de Federico Beyer, director de la distribuidora Slang, para quien hay una necesidad creciente por parte del público latinoamericano de consumir videojuegos que ofrezcan “autenticidad latina —contenido culturalmente relevante para la comunidad hispana—” (Penix-Tadsen, 2016: 42).
Esta joven tendencia a “globalizar lo local” obedece no solo a un automatismo cultural que busca contradecir el estereotipo importado —en ocasiones con otros estereotipos legitimados por el público autóctono, como ocurre con el videojuego Viva Sancho Villa (2Dnutz, 2017)—, sino a una búsqueda colectiva del lugar que ocupa Latinoamérica en la modernidad tardía. Cuando los debates sobre la identidad latinoamericana aún quedan lejos de extinguirse (Quijada, 1998; Tünnermann Bernheim, 2007), el videojuego irrumpe como un nuevo régimen de la imagen digital, con sus modos de representación institucional (MRI), ofreciendo la posibilidad de indigenizar uno de los discursos audiovisuales más relevantes del siglo XXI. Lo que el videojuego ofrece a Latinoamérica no es solo la capacidad de contradecir una suerte de estereotipos consolidados, sino la oportunidad de decidir qué clase de Latinoamérica quiere ser. Todo ello, con la prudencia que exige una identidad plurinacional caracterizada por la riqueza y diversidad culturales y compuesta por más de 800 pueblos indígenas que siguen estando muy presentes en el proceso identitario.
La imagen de Latinoamérica en el videojuego (desde Latinoamérica)
Dedicaba el historiador José Antonio del Busto una oportuna reflexión sobre la identidad del pueblo peruano, la cual me permito hacer extensible a la totalidad del objeto de estudio:
(A los latinoamericanos) les cuesta asimilar la idea de la Conquista porque no han resuelto su problema personal, siguen en crisis. Se trata de entender que no somos vencidos ni vencedores sino descendientes de los vencedores y de los vencidos […] Somos latinoamericanos antes que blancos o indígenas, somos mestizos. Por eso la historia que yo hago no es ni indigenista ni hispanista […] lo que queremos es la grandeza de toda Latinoamérica, no el predominio de un sector de sus habitantes.
Pero la capacidad del videojuego para favorecer el diálogo en el terreno de la identidad nacional-cultural haría bien en ir más allá de los relatos sobre la Conquista —sobre la que, dicho sea de paso, ya hay videojuegos como New World: The Tupis (Novo Mundo, 2017) o Mictlan: An Ancient Mythical Tale (Meta Studios, 2022) que buscan recentrar la narrativa dominante—, o de los títulos con tintes políticos que se emplean para instruir en materia de memoria histórica —Gesta Final (Joven Club de Computación y Electrónica, 2013), 1814: La Rebelión del Cusco (Grupo Avatar, 2014) o El Sueño de Bolívar (LulzWare, 2015)—, reduciendo las posibilidades aquí dibujadas a la mera revancha institucional.
El espacio que se abre ante Latinoamérica, como ante otros muchos mercados emergentes, permite la construcción de nuevos mundos basados en los viejos, pensados desde lo local pero con una proyección decididamente global. Contamos ya con casos de éxito que permiten ser optimistas al respecto. Uno de los más destacados es el mexicano Mulaka (Lienzo, 2018), un videojuego de acción desarrollado en estrecha colaboración con líderes del pueblo tarahumara, logrando aunar una identidad cultural diferenciadora y el rigor antropológico con un acabado técnico y un diseño de juego que lo sitúan junto a otros grandes exponentes de la escena indie actual.
Por su parte, los videojuegos argentinos Hidden: On the trail of the Ancients (Lost Spell, 2015) y Doorways: Holy Mountains of Flesh (Saibot Studios, 2016) abordan la narrativa gótica y el horror cósmico lovecraftiano desde una perspectiva latinoamericana, combinando elementos habituales de la literatura anglosajona con ubicaciones y personajes extraídos de rincones mágicos de la Patagonia. También desde Argentina, las obras El Tango de la Muerte (Hernán Smicht, 2018) y Tango: The Adventure Game (Gualicho Games, 2018) rinden homenaje a uno de los más importantes patrimonios culturales del país, cada uno desde su propio enfoque: el primero, como un juego de habilidad que traduce los rudimentos del tango a pulsaciones de teclas siguiendo el ritmo de las composiciones; el segundo, como una aventura narrativa basada fugazmente en la vida de Carlos Gardel, iniciador y máximo exponente del tango lírico y figura clave para entender el ambiente sociocultural del Buenos Aires de los años veinte.
Apenas hay país donde no hallemos indicio de este fenómeno. En Chile contamos con el caso de Abyss Odyssey (ACE Team, 2014), obra que fusiona los atributos estéticos del art nouveau con elementos característicos de la mitología chilena. Su trama nos sitúa en una versión fantástica del Santiago decimonónico, convertido, por la acción de un brujo Chiloé, en una pesadilla plagada de bestias como la Voladora, el Camahueto o el Imbunche. En Brasil, el pasado colonial ha dado pie a interesantes alegorías como Dandara (Long Hat House, 2018), videojuego que rescata la figura de la heroína homónima, reflejo de la lucha contra la esclavitud durante la colonización neerlandesa de mediados del siglo XVII. Mitad leyenda, mitad relato histórico, Dandara es una figura enigmática del folclore brasileño de la que se tienen tantas incertidumbres como certezas. Maestra de capoeira, se ha convertido con el paso del tiempo en una figura clave de la emancipación brasileña y de la reivindicación de las raíces africanas del continente. Esta tendencia a “globalizar lo local” se repite en países como Perú —Tunche (LEAP Game Studios, 2021), videojuego del género beat ‘em up que toma prestado su título de la criatura originaria de la mitología yine—, Paraguay —The Origin: Blind Maid (Waraní Studios, 2021), un juego de terror con una interesante crítica a la corrupción enquistada en la sociedad paraguaya—, o Cuba —Saviorless (Empty Head Games, s.f.), una alegoría fantástica de la situación de derrumbe social que atraviesa la isla—. Cuesta imaginar que cualquiera de estas obras hubiese sido posible décadas atrás, sin la libertad de acceso a las herramientas de producción y distribución que han cambiado las reglas de la industria del videojuego para siempre.
Por supuesto, esto no significa que la creación, por muy próspera que sea, transcurra al margen de los contextos de cada país. A pesar del entusiasmo mostrado, Latinoamérica representa un ecosistema muy heterogéneo a niveles industrial, político y social. Esto la convierte en una región con serias diferencias internas y dificultades para arrojar previsiones. No hay que olvidar que a principios de los años ochenta, Latinoamérica aún era considerada una región subdesarrollada, en parte debido al estancamiento de su crecimiento durante la década de los setenta en comparación con el auge de Oriente Medio. En la actualidad, muchas zonas de Latinoamérica carecen de las infraestructuras necesarias para desarrollar una mínima industria sostenible. Pese a que un 67,7% de la población posee acceso a Internet, este no siempre es de calidad y su reparto muestra desigualdades entre núcleos urbanos y rurales. Según un informe de Akamai Technologies (2017), Uruguay, el país latinoamericano con la velocidad media de conexión más alta (9,5 Mbps), ocupa el puesto 57.º a nivel mundial. Esta situación contrasta con los primeros puestos de la tabla, donde gobiernan las naciones ricas de Asia-Pacífico, Europa y Norteamérica, reflejando una vez más la concentración de los recursos necesarios para impulsar las industrias creativas en unas pocas áreas del planeta.
El acceso a Internet es especialmente deficitario en países como Cuba. Aunque es posible desarrollar videojuegos offline, una conexión estable es necesaria cuando los trabajadores necesitan descargar programas como Unity, acceder a tutoriales y foros, o subir el contenido creado a las plataformas de distribución online. Asimismo, los regímenes políticos juegan un papel determinante en el desarrollo del tejido empresarial. La inestabilidad política y social puede afectar gravemente al desarrollo independiente, paralizando servicios necesarios como la luz o el transporte. También a nivel legislativo pueden los gobiernos interceder en el libre desarrollo de videojuegos. El gobierno venezolano, aunque sumado al MICSUR, aprobó en agosto de 2009 la Ley para la prohibición de videojuegos bélicos y juguetes bélicos, con objeto de impedir la fabricación, importación, distribución, compra, venta, alquiler y uso de “aquellos videojuegos […] que contengan informaciones o simbolicen imágenes que promuevan o inciten a la violencia o al uso de armas” (Asamblea Nacional República Bolivariana de Venezuela, 2010: 109).
El decreto fue aprobado en respuesta a una polémica ocasionada por el videojuego estadounidense Mercenaries 2: World in Flames (Pandemic Studios, 2008), un título de acción y disparos en tercera persona ambientado en una Venezuela ficticia. Uno de los estudios más afectados por esta legislación fue Teravision Games, pionero del desarrollo de videojuegos en Venezuela. La compañía, creada en 2006, contaba con treinta trabajadores cuando saltó la noticia en los medios. Apenas unos meses antes, Teravision había conseguido la licencia para trabajar con la consola Nintendo DS, y ya se encontraba desarrollando para grandes compañías como Namco y Atari. En poco tiempo tuvieron que reubicar toda su actividad a Bogotá e implantar el teletrabajo para mantener la actividad desde países como Panamá, Canadá y Estados Unidos.
La situación económica de cada país también interfiere en la evolución de las industrias culturales, tal y como ocurrió con la crisis de diciembre de 2001 en Argentina. La devaluación del peso argentino que trajo consigo esta crisis obligó a muchos estudios a ofrecer sus servicios y buscar financiación para sus proyectos por mucho menos presupuesto que sus competidores internacionales. Esto permitió a las empresas de fuera, principalmente norteamericanas, deslocalizar parte de su trabajo inmaterial a compañías argentinas como Globant, que se convirtió en proveedora de servicios de Electronic Arts.
Por último, la piratería ha sido una práctica habitual en toda la región desde que las primeras consolas y ordenadores domésticos salieran al mercado internacional en los setenta. El bajo nivel adquisitivo, la escasez de puntos de venta autorizados, el poco prestigio social del videojuego como medio y las restricciones a la importación de productos y al asentamiento de empresas extranjeras, impulsadas por motivos políticos, han sido las principales causas. A los ejemplos señalados de Venezuela y Cuba se puede añadir el del régimen militar de João Baptista Figueiredo, que en 1984 aprobó la Política Nacional de Informática, mediante la cual se frenaba la importación de productos informáticos y la entrada a Brasil de empresas del sector. Todos estos factores demuestran la importancia de lo que Chiyong et al. (2012) denominan las “reglas del juego”. Esto implica “una oferta de empresas consolidada con una amplia base de consumidores, los cuales interactúan en un entorno socioeconómico con condiciones iniciales (infraestructura de red, acceso a servicios básicos, etc.) en donde el Estado define políticas de desarrollo y regula las instituciones” (Chiyong et al., 2012: 3).
Entre el optimismo y la incertidumbre
La democratización de las nuevas tecnologías ha traído consigo un nuevo dibujo de las relaciones de dependencia entre productores y distribuidores. La libertad creativa posibilitada por este escenario repercute de forma positiva en la diversidad cultural plasmada por los creadores latinoamericanos. Los datos sobre el número de videojuegos desarrollados en Latinoamérica durante la pasada década revelan un aumento significativo de los temas de naturaleza local/nacional, cuando se compara con décadas anteriores. La expectativa es que dicha tendencia siga en aumento. Esta diversidad boyante da lugar a identidades híbridas, no-canónicas, hechas, como asegura Brünner (2002: 161), “de combinaciones inverosímiles”, que no por ello renuncian a cultivar una conciencia cultural que encuentre su lugar en un mundo donde el espacio geográfico, antaño el principal elemento estabilizador de las identidades, está siendo sustituido por el espacio virtual.
La globalización cultural constituye un fenómeno contradictorio por naturaleza. Por eso es conveniente huir de discursos totalizadores que tratan de diagnosticarlo aplicando una sola receta y optar por conceptos que planteen nuevos e interesantes desafíos. Uno de ellos es evitar, a la hora de mostrar preocupación por la falta de pluralidad cultural de los mass media, caer en un proteccionismo cultural, o peor, en un canto trasnochado a los nacionalismos mal entendidos. Tampoco se trata de iniciar un movimiento en contra de la globalización. Lo que se propone no es una sustitución expeditiva de la cultura occidental por las culturas del sur global, sino una participación activa de estas en la sociedad globalizada, aceptando la interacción entre ambas como parte de un proceso de transculturación horizontal en lugar de vertical. Por lo que se aboga no es el relativismo extremo, sino el pluralismo y el diálogo entre las culturas dominantes y dominadas, de forma que, algún día, con suerte, ambas dejen de serlo.
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