Hace algunos años, oí a un reputado periodista de conflictos alabar las cualidades estimulantes del papel. En concreto, del diario o revista de papel como medio, uno que permite tocar, oler y oír el material, mancharse de tinta, intuir una fotografía acechante en la periferia visual mientras los ojos saltan de columna en columna. No recuerdo sus palabras exactas, pero creo que llegó a pronunciar la palabra sexy. Decía que un reportaje a doble página con una foto enorme encuadrada en el centro, aunque hable de (y muestre) una terrible crisis humanitaria, puede llegar a serlo. Sexy. La mirada de un ser humano, clavada en ti mientras otro te cuenta el porqué de esa mirada. El voyeur observado. Y cómo es posible tal magnetismo.
El reportero venía a decir, en definitiva, que el scroll y la maquetación estándar, óptima, en una web o una entrada de blog jamás (¿jamás?) podrán igualar al papel en cuanto a su atractivo sensorial. Tal vez por esa razón haya quien sigue evitando a toda costa leer en pantalla, que adolece, para empezar, de una criminal falta de gramaje.
De placeres y figuritas de guerra.
En 2004, tres autores publicaron un artículo académico que sigue siendo ampliamente citado y leído en los mundos del estudio y el diseño de videojuegos. En él describen un marco de análisis de juegos llamado MDA (Mechanics, Dynamics, Aesthetics) y, en particular, incluyen una lista de ocho categorías que pueden ayudar a identificar y clasificar el valor estético de una obra más allá de lo divertida que sea o de lo bueno que sea su gameplay: la taxonomía de placeres de Marc LeBlanc.
Es posible trazar una línea entre la elegía del periodista a la prensa tradicional (coplas a una muerte suspendida) y el primer elemento en dicha taxonomía: la sensación, descrita sobriamente como placer sensorial. En otras palabras, las del diseñador Jesse Schell, aquel que implica el uso de tus sentidos. Ver algo bello, escuchar música, tocar seda y oler o saborear una comida deliciosa. Siguiendo con el paralelismo: a pesar de sus muchas ventajas, una pantalla no simula demasiado bien la sensación de tocar seda.
En el campo lúdico, Greg Costikyan ponía el ejemplo del juego de mesa Axis & Allies para hablar de la importancia de la sensación en dicho contexto. La primera vez que compró dicho juego, se trataba de una edición que presentaba un tablero extremadamente chillón, con fichas de cartón tirando a feas para representar las unidades de combate. A Costikyan, el juego no le impresionó: solo jugó una partida y no volvió a acordarse de él. Hasta que, años más tarde, otra editora lo volvió a publicar con un tablero mejorado y cientos de piececitas de plástico que hacían las veces de aviones, barcos, tanques y soldados. Desde entonces, confiesa, lo ha jugado muchas veces: la diversión nace, en gran parte, del placer que le supone comandar las pequeñas figuras a lo largo y ancho del mapa.
El placer sensorial, señala Schell, se asemeja al placer de manipular un juguete: de jugar por jugar, sin reglas ni objetivos: de interactuar con algo antes que para algo. En definitiva, de montar y pintar muñequitos de Warhammer sin tener por ello que combatir con ellos. Y está claro que, como medio audiovisual, el videojuego tiene muy bien estudiado cómo resultar estéticamente atractivo a través de lo visual y auditivo. Para apoyar que el jugador se sumerja en el espectáculo, el diseño intenta también dar con el mejor esquema de controles posible para que la mediación del mando, el teclado o la pantalla táctil sea casi inapreciable: porque es la puerta de entrada, pero a la vez barrera entre lo real y lo virtual, al menos hasta que podamos manejar los juegos con la mente. Pero, ¿qué pasa si consideramos que el movimiento y la presión pueden ser, más que inevitables, placeres estéticos en sí mismos?
Cuatro décadas de botones y palancas.
Casi desde los albores del videojuego como bien de consumo, palancas y botones han sido un estándar. El mando de una Atari 2600, el de una NES, el de una Sega Saturn o el de una PlayStation 4 no son tan distintos. Con las máquinas arcade ocurre lo mismo: la inmensa mayoría de videojuegos están pensados para funcionar mediante este tipo de interacciones físicas, que implican poco más que el movimiento de los dedos (con la honrosa excepción del teclado y sobre todo del ratón, que requieren del desplazamiento de las manos). Son juegos pensados en su mayoría para sentarse y mirar a una pantalla. En definitiva, se centran en sacar partido a la vertiente audiovisual del medio: es lo sencillo, lo más seguro, lo barato, lo rentable; es lo normal.
Sin embargo, hoy existen, además de grandes pantallas y sistemas de sonido, mandos de consola por muchos precios, teclados mecánicos, ratones profesionales: todo ello, destinado a que el jugador sienta la interacción con botones y palancas de la forma más cómoda, placentera y, en el caso de la competición, efectiva posible. En un oportuno ejercicio de (auto)conciencia, la existencia de sillas gaming son el palpable corolario de que hasta el culo y la espalda pueden facilitar el placer sensorial o convertir la sesión de juego en un infierno. Si nos tomamos tantas molestias en cuidar las sensaciones, es evidente que algo importan.
En concreto, existen otras posibilidades físicas de los videojuegos, más allá de la ergonomía más básica, que se alían con lo visual y lo sonoro. Transmitidos mediante periféricos como pistolas, volantes y mandos, la recarga manual, el force feedback y la vibración son ejemplos clásicos. Sony eliminó esta última en favor del control de movimiento en el Sixaxis, llegando a argumentar que las dos cosas no cabían. Se desdijeron en el DualShock 3. De nuevo, es evidente que algo aquí importa, aunque estas mejoras no dejan de ser adiciones a una experiencia fundamental que puede jugarse, en teoría, hasta con el peor mando del mundo.
La invasión de los cuerpos.
Jugar va mucho más allá de los videojuegos. Puede ser correr, interpretar un papel, recortar cartulina, lanzar una piedra, atracar un banco. Nintendo lo ha sabido desde Wii hasta Labo. Microsoft, con Kinect; Sony, con EyeToy o Move. SingStar, Guitar Hero o Dance Dance Revolution son videojuegos que nos hacen levantarnos de la silla, dejar el mando (o coger un artefacto distinto) y dejarnos llevar, experimentando el placer sensorial del movimiento, el equilibrio, el peso y el contacto.
Cantar en SingStar es cantar de verdad; bailar en el DDR es, casi, bailar de verdad; tocar la guitarra en Guitar Hero… en algo se parece a lo real. La cuestión es que, más allá del poder de cada metáfora, los modos alternativos de control estimulan el sentido del tacto de formas poco habituales.
El latín digitālis se refiere a los dedos, pero también da nombre a los números dígitos, los inferiores a 10, que pueden contarse usando los dedos y que más tarde pasaron a definir todo aquello relacionado con los ordenadores: lo digital. Con la llegada de aparatos como los smartphones o la Nintendo DS, ambos mundos, lo digital de dedos y lo digital de computerizado, se reconciliaron. Ha sido, no obstante, un encuentro frío y rígido: la pantalla táctil minimiza la distancia material y conceptual entre input (entrada) y output (salida), pero no hace mucho por mejorar la sensorialidad del juego. Acariciar el lomo de un cachorro sigue pareciéndose demasiado a deslizar un lápiz de plástico por una pantalla de cristal líquido.
Ahora estamos en otro tiempo. Con mayor o menor escepticismo, hace unos años que venimos hablando, oyendo y jugando en realidad virtual. Sin embargo, casi todo lo que hace a día de hoy para mejorar la inmersión lo hace a través, de nuevo, de lo audiovisual. Tal como pasaba en Wii, el jugador podrá mover la cabeza, caminar unos pasos y extender el brazo para disparar o hacer un strike, pero tendrá que echarle mucha sugestión para sentir el retroceso del arma o el peso de una bola de bolos. Para todo ello hay propuestas, desde guantes hápticos hasta cintas omnidireccionales, pero si la tasa de adopción de la realidad virtual sigue siendo limitada, la de estos lujos lo es aún más. Y es que tal vez montarse un carnaval de los sentidos en casa no sea una prioridad, sobre todo para aquellos a quienes no les sobra el dinero, el ánimo o el tiempo de ocio.
Controles alternativos, olores y sabores.
Aunque desarrollar un videojuego comercial que confíe en involucrar el cuerpo más allá de las manos, los ojos y los oídos requiera de muchos recursos, agallas o inventiva, no faltan quienes plantean formas de interacción alternativas. Merece la pena darse una vuelta, aunque sea virtual, por las propuestas de los expositores del espacio alt.ctrl.GDC (aquí, las de 2018), que proponen jugar a videojuegos mediante tijeras, manchas de bici, rotuladores, tuberías y barras de bar. De nuevo, el placer del juguete.
Al oponer lo audiovisual a lo táctil y como mucho al sentido del equilibrio, no obstante, podemos caer en el error de despreciar el resto de sentidos que constituyen la amalgama de la percepción humana. ¿Qué ocurre con el gusto, el olfato o la termorrecepción? ¿Podemos llegar a crear videojuegos que den lugar a esta clase de estímulos en la interacción? Hay juegos de mesa comestibles, y cacharros que permiten oler a través de la pantalla. Pero surge de nuevo, al ver que es todo minoritario, alternativo o en alfa permanente, una pregunta clave: ¿alguien lo quiere?
¿Hacia la revolución sensorial?
Mucho se ha hablado de otros elementos de la lista de LeBlanc como la narrativa, la comunidad o la sumisión: este último, por ejemplo, podemos relacionarlo con la inmersión en el juego y con el concepto de flow acuñado por Mihály Csíkszentmihályi. Puesta en perspectiva, por tanto, explotar la dimensión sensorial del videojuego no me parece una misión a priori más significativa que muchas otras.
El propio Costikyan decía que crear placer sensorial es importante, pero que éste no deja de ser un elemento de soporte. Definiendo NetHack, un juego que hace gala de simplísimos gráficos ASCII, como bello, el autor nos avisa de que un gran juego puede pasar totalmente de ello y aun así convertirse en un clásico. Schell, por su parte, argumenta que la estimulación de los sentidos no hace un gran juego; tampoco convierte un mal juego en uno bueno. Pero sí puede elevar a la categoría de grande a un juego que podría ser, simplemente, bueno.
La escasa evolución de los métodos de control y la restrictiva definición del estímulo sensorial en los videojuegos parecen darles la razón. Importante: sí, claro. Primordial: no mucho. Puede que, sin entrar en valoraciones subjetivas sobre lo que es y lo que debería ser en términos de cultura y tendencias de consumo, el tipo de oferta sea simplemente el adecuado para satisfacer la demanda mayoritaria. Vivimos en tiempos de nicho y larga cola, de hibridación, variedad y apertura en los modos de jugar. Sin ir más lejos, la propuesta familiar que suponía la Wii, alejada de la hipercomplejidad del mundillo hardcore, fue un éxito masivo que acercó el videojuego al gran público. Los smartphones, otro tanto. Pero todo tiene límites y, sobre todo, no todo tiene que ver solo con una supuesta valoración o atractivo comercial de la sensorialidad.
Abran juego.
Sin embargo, y disociando el medio de la lógica mercantil, ¿cómo podría un videojuego simular, por ejemplo, un viaje psicodélico más allá de la imagen y el sonido? De hecho, ¿debería encargarse un videojuego de eso, o ya tenemos escape rooms, parques de atracciones, cines 4D y eventos deportivos para ese tipo de experiencias más corpóreas? Videojuegos más o menos populares nos han filtrado el mundo a través de una enfermedad mental, como Hellblade: Senua’s Sacrifice. Nos han puesto en la piel de lobos, mosquitos, tostadas o del universo entero. Pero seamos quienes seamos, lo vivamos en primera o en tercera persona, unas experiencias sensoriales y otras terminan percibidas siempre a través de los mismos canales. ¿Qué clase de tecnologías y diseños nos permitirán adoptar subjetividades tan variadas de manera más completa? ¿Acaso llegará algún día a ser rentable, importante o siquiera tarea del videojuego tal y como lo conocemos abrir la perspectiva?
Hablando de diversidad, hay un asunto de vital importancia que a menudo tendemos a olvidar, sencillamente porque no está presente en el día a día de todos aquellos que no tenemos ningún problema en coger un mando para jugar a Call of Duty o bailar al ritmo de la música: el de la accesibilidad. Hace unas semanas, la aparición del nuevo sistema de control de Xbox One nos recordó que muchas veces los videojuegos excluyen por sistema a quienes padecen limitaciones visuales, auditivas y motrices significativas.
Este último apunte me hace creer que adoptar un punto de vista libre de prejuicios al respecto del placer sensorial, y promocionar dicho esfuerzo, podría llevarnos a desbrozar caminos que nos llevaran a trascender un estándar de interactividad históricamente rígido. El videojuego, como medio audiovisual, tiene barreras. Por suerte, el hecho de que sea a la vez un medio interactivo hace que podamos entenderlo de muchas formas. ¿Son, por tanto, insalvables las barreras que plantea? En absoluto.