Distopías millennial (I): Ready Player One.

«Habría preferido que alguien me hubiera dicho la verdad descarnada apenas fui lo bastante mayor para comprenderla. Ojalá alguien me hubiera dicho, simplemente: ‘Así es la cosa, Wade (…) Nuestra civilización se creó con un coste muy elevado (…). Consumimos casi todo el combustible fósil antes de que tú llegaras aquí, y ahora no queda casi nada. Eso significa que ya no producimos la energía suficiente para mantener a nuestra civilización en funcionamiento como antes. Y hemos tenido que recortar gastos y retroceder. A lo grande. Se trata de una crisis energética global, que dura ya un tiempo bastante prolongado (…) Básicamente, niño, lo que esto implica es que ahora la vida es más dura que en los Buenos Tiempos, antes de que tú nacieras (…). Para serte sincero, has nacido en una época de la historia bastante chunga. Y parece que las cosas van a seguir empeorando. La civilización humana está en decadencia. Hay quien cree que se derrumba’» (Cline, 2017: 28-29).

Este pasaje de Ready Player One, la popular novela distópica de Ernest Cline, deja a las claras el interés del autor por conectar su narrativa con el espíritu de los tiempos, en particular con los miedos y ansiedades de la generación millennial (un perfil esencial de su público objetivo). Una generación cuya transición a la madurez ha ido acompañada del agravamiento y convergencia de varias crisis globales: ecológica, terrorista y socio-económica (crisis del capitalismo financiero,  ‘gran recesión’, aumento de las desigualdades sociales). Se suele decir que la generación millennial será la primera generación, desde la Segunda Guerra Mundial, cuyos integrantes vivirán peor que sus progenitores. Así opinan, por ejemplo, según estudios recientes, el 90% de los franceses (Bauman, 2017: 21).

En este contexto, Ready Player One forma parte de un fenómeno narrativo más amplio, como es la proliferación, en los últimos años, de best-sellers juveniles donde se fusionan la ficción post-apocalíptica y las historias de maduración de adolescentes, con ecos del género literario bildungsroman (novela de maduración), junto a obras como Los Juegos del Hambre (Collins, 2008-10), Divergente (Roth, 2011-13) y El corredor del laberinto (Dahner, 2009). Existen precedentes, como El manuscrito del segundo origen (de Pedrolo, 1974) o Akira (Otomo, 1982), pero tanto desde la academia (Hicks, 2016) como desde la crítica literaria (Shiau, 2016) se ha considerado significativa y un rasgo de época esta tendencia de la narrativa distópica contemporánea. Así, la distopía, un género originalmente adulto, se ha convertido en un territorio esencial del imaginario juvenil en los últimos años.

Estas distopías millennial proyectan y dramatizan problemas sociales del mundo actual, y esbozan, también, resquicios de heroísmo y esperanza, en relación con lo que Tom Moylan (2000) denomina enclaves utópicos. Pero esos enclaves de heroísmo y esperanza, esos retazos de sueños de un mundo mejor, o en todo caso modelos de resistencia, están hechos de un material ideológicamente voluble, en ocasiones engañoso. Tanto pueden reverberar con y dotar de vuelo emocional a posturas genuinamente progresistas, como pueden reforzar posturas conservadoras, pulsiones regresivas, o desnaturalizar la rebeldía. Tomando esto en cuenta, en este artículo propongo un análisis sociocultural de Ready Player One, desde una perspectiva crítica.

En la primera parte del análisis relaciono la representación del mundo distópico de Ernest Cline con los conceptos de sociedad post-laboral y playbour (fusión de juego y trabajo), a través de las reflexiones de Zygmunt Bauman en Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias (2013). A continuación, cuestiono la representación de Wade y sus amigos, protagonistas de la novela, como grupo rebelde o de resistencia, tanto desde un prisma sociopolítico (conexiones de su representación con la subjetividad neoliberal) como cultural (su condición de fans de la cultura gamer). Finalmente, en la tercera sección, abordo el tema de la nostalgia por la cultura pop de los 80, fundamental en la novela, a través del concepto de retrotopía de Bauman (2017), que promueve la reflexión sobre los riesgos de las utopías nostálgicas en la sociedad contemporánea. A modo de cierre, enlazaremos este tema con la cuestión de la crisis de identidad gamer.

Fotograma de la película Akira.

I. Generación perdida, sociedad post-laboral y playbour.

El mundo de Ready Player One es una sociedad global distópica, presa de una crisis energética crónica, consecuencia del abuso sobre los recursos del planeta en las décadas precedentes. En este contexto, la novela pone el foco en la dramática pérdida de oportunidades laborales y expectativas sociales para toda una generación de jóvenes, cuyo aliciente vital consiste prácticamente sólo en conectarse a un videojuego on-line, Oasis. Antes de morir, el diseñador de Oasis, el multimillonario James Halliday, crea una última macro-quest para los usuarios de Oasis: una rocambolesca misión que se articula a través de una serie de enigmas, acertijos y easter-eggs. Para tener éxito en la misión, serán fundamentales los conocimientos y capacidad de inmersión de los jugadores en la cultura pop de los 80, por la que Halliday siente una especie de añoranza obsesiva. Una nostalgia pop que parece haber permeado en la juventud contemporánea: Wade Watts y sus amigos idealizan aquellos tiempos como una especie de Arcadia feliz. El premio para el primer jugador que complete la gran Misión de Halliday consiste nada menos que en heredar su inmensa fortuna y convertirse en el dueño de Oasis.

Las resonancias de la gran recesión, derivada del crash financiero de Lehman Brothers, son evidentes en el texto de Cline, que calca incluso la misma expresión, especulando sobre una tercera década de la gran recesión:

«Hundido en la desesperación, había intentado conseguir un trabajo de media jornada al salir de clase, para ganar algo de dinero con el que poder salir por ahí (…). Pero era inútil. Había millones de adultos universitarios que no conseguían trabajo. La Gran Recesión había entrado en su tercera década y el desempleo seguía siendo altísimo. Las listas de espera de quienes solicitaban trabajo en los locales de comida rápida de mi barrio eran de dos años» (Cline, 2017: 28-29).

No obstante, hay cierta disonancia en el hecho de que algunos analistas socio-económicos asocian los orígenes de la gran recesión a la hegemonía global del neoliberalismo, forjada en buena medida en los 80, con la era Reagan-Thatcher (Blyth, 2014; Peck, 2013); paradójicamente, la época idealizada en la novela de Cline. Más adelante volveremos sobre las tensiones y contradicciones ideológicas de la novela.

Ante la crisis del distópico 2044 descrito por Cline, la mayoría de jóvenes se pasan el día enganchados a Oasis, una especie de cruce entre mundo social virtual à la Second Life y juego de rol on-line à la World of Warcraft. Son conocidos como la generación perdida, o los millones desaparecidos. Millones de jóvenes apartados del mundo, perdidos en un mundo virtual interminable. Tras la muerte de Halliday y el arranque de la Gran Búsqueda, muchos de esos jóvenes se convierten en gunters: usuarios de Oasis que se dedican de forma continua y obsesiva a la gran Cacería del Huevo de Halliday (son egg hunters, contraído como gunters). Wade Watts, el protagonista de la novela, más conocido como Parzival (el nombre de su avatar en Oasis), es un gunter.

«Creo que fue la Búsqueda del Huevo de Pascua de Halliday lo que me salvó. De pronto encontré algo en lo que merecía la pena meterse de lleno. Un sueño digno de ser perseguido. Durante aquellos cinco años, La Cacería me había marcado una meta, un objetivo. Algo que buscar. Alguna razón para levantarme por las mañanas. Y, lo más importante, algo por lo que mantener alguna esperanza» (Cline, 2017: 31).

El diagnóstico crítico que Cline realiza sobre el mundo actual, a través de su mundo distópico, conecta con algunas reflexiones de Zygmunt Bauman (aunque, como veremos, también fricciona con otros aspectos de las reflexiones del sociólogo polaco). En Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias, Bauman (2013) advierte sobre el punto crítico al que habría llegado la sociedad moderna en la producción de residuos humanos para la propia subsistencia del sistema. La globalización, la aplicación de las nuevas tecnologías en el mundo laboral y la erosión (desmantelamiento) del Estado del Bienestar han provocado un incremento dramático de ciudadanos que no simplemente ‘están parados’, sino que viven esta condición como algo prácticamente crónico, abandonados indefinidamente en la cuneta del sistema.

«[Si antes] el destino de los desempleados, del ‘ejército de reserva del trabajo’, era el de ser reclamados de nuevo para el servicio activo, [actualmente] el destino de los humanos residuales es el basurero, el vertedero» (Bauman, 2013: 24).

Bauman destaca que los jóvenes son uno de los colectivos más afectados como víctimas colaterales del progreso en los últimos tiempos; tienen, por tanto (como Wade, antes de abrazar la Gran Misión de Halliday), buenas razones para estar deprimidos:

«Lo peculiar de su ardua situación radica, de entrada, en el hecho de que una parte insólitamente amplia de la cohorte ha sido, o siente que ha sido, abandonada, dejada atrás» (Bauman, 2013: 28).

Así, Bauman reflexiona sobre una sociedad contemporánea que avanza inexorablemente hacia una especie de paradigma post-laboral, donde una multitud de ciudadanos nunca tendrán posibilidad de entrar a un núcleo productivo cada vez más reducido, y donde considera que la aplicación de una renta básica universal será prácticamente imprescindible (Bauman, 2013, 2017). En es(t)a sociedad post-laboral, el ocio on-line y los mundos virtuales, como el Oasis de Cline, cobran un papel de especial relevancia.

En este sentido, Ready Player One podría ser leída como una distopía de evasión, una obra de ciencia-ficción más sobre los riesgos de la sociedad postmoderna del espectáculo y el entretenimiento, sus efectos anestesiantes y la tensión frente a las ambigüedades entre realidad y ficción, mundo físico y mundo digital (una lectura en clave Baudrillard, por así decirlo). Sin embargo, Ready Player One no es (solamente) una distopía de evasión, o de porosidades realidad-ficción, sino sobre todo una distopía de playbour, es decir una distopía sobre las ambivalencias y ambigüedades entre juego y trabajo (play + labour) en la sociedad contemporánea. Oasis, a partir del arranque de la Gran Misión de Halliday, no es simplemente una forma de evasión masiva para los jóvenes, sino también, y sobre todo, una pseudo-oportunidad laboral, donde entretenimiento y trabajo se fusionan de forma prácticamente indistinguible. La novela, por cierto, no lo trata explícitamente, pero no es difícil especular con que la fuerte dinámica de playbour que cobró Oasis tras el reto final de Halliday debió de disparar las acciones en Bolsa de su empresa, gracias a la enorme intensificación del dinamismo participativo y la fidelidad de marca de los usuarios.

Tal como señalábamos antes, en un mundo post-laboral como el que describen Bauman y Cline la industria del entretenimiento está destinada a jugar un papel fundamental, pero no simplemente en los términos de evasión o escapismo de las masas, en los que se suele situar este debate, sino sobre todo por la cuestión, crucial para el sistema, de cómo hacer productiva a esa masa no-productiva, cómo poner a ‘trabajar-sin-trabajar’ (crear valor para las empresas) a esa multitud de parados y empleados precarios-temporales crónicos. Los modelos de playbour del videojuego on-line contemporáneo, en los que se inspira la novela de Cline, se pueden considerar, en este sentido, como experimentos o ensayos relacionados, oblicuamente, con esta problemática social de fondo.

La aportación de muchos fans de videojuegos on-line a su mundo virtual, especialmente por parte de los más participativos, sobrepasa, de forma ambigua, los límites de lo que se suele entender por la práctica de un hobby o el simple entretenimiento: crean contenidos complementarios, como ‘mods’ del juego o vídeos machinima (que ayudan a expandir la vida activa del producto y la base de fans), ejercen de ‘tutores’ informales de otros usuarios, dinamizan los foros, etc. Como anécdota simbólica, ya en los inicios de la popularización del rol on-line multi-jugador, un jugador de Ultima Online, que ejercía de líder de una comunidad del juego, ofreciendo guía a ‘novatos’, coordinando actividades grupales, etc., llegó a denunciar públicamente que sentía que estaba realizando un trabajo a tiempo completo para beneficio de la empresa desarrolladora, a cambio de nada (Dyer-Witheford y de Peuter, 2009: 26). Conscientes de esto, las compañías de juegos on-line suelen ofrecer compensaciones a los líderes y los usuarios más participativos, pero generalmente de forma más bien simbólica (pequeños privilegios en el juego, distinciones ‘cosméticas’, etc.).

Una de las últimas y más relevantes manifestaciones del playbour la encontramos en los eSports, el mundo de la competición profesionalizada de videojuegos. En un reciente reportaje de eldiario.es se explicaba cómo, en este nuevo ecosistema gamer, la pasión de los jugadores por su afición y los sueños de convertirse en un Messi de los videojuegos facilitan, en algunos casos, prácticas (pseudo)explotadoras y ciertas ambigüedades contractuales por parte de las empresas. En este sentido, el premio de Halliday para un único ganador en Ready Player One no deja de simbolizar algo parecido al sueño de los jóvenes iniciados en el mundo de los eSports: la mayoría, seguramente, son conscientes de que sólo una pequeñísima parte de los pro-gamers podrán ganarse la vida con ello, u obtener un rédito realmente significativo. Pero seguramente, también, se sienten poco convencidos por las alternativas posibles: otras opciones profesionales quizá más claramente reguladas y algo mejor pagadas, pero en general no mucho, y sin el atractivo de combinar la actividad laboral con la práctica de un hobby, su gran pasión.

Póster de la adaptación cinematográfica de Ready Player One dirigida por Steven Spielberg.

II. Un relato millennial-friendly para el capitalismo tecnológico.

El gran enemigo de Wade y los gunters es la corporación multinacional Innovative Online Industries (IOI), que se involucra en la Gran Búsqueda de Halliday usando prácticas ilegítimas, con el objetivo de ganar el premio, tomar el control de Oasis y explotar al máximo las posibilidades de monetización del famoso mundo virtual. Es fácil asumir a IOI como una encarnación distópica más del capitalismo, de tal modo que, por contraste, Wade y sus amigos (los gunters Hache, Art3mis, Daito y Shoto) representarían la idea de una juventud rebelde, enfrentada al sistema (IOI), y por tanto asociada a un cierto ímpetu anti-capitalista. En esta sección argumento por qué creo que esta lectura es errónea.

IOI simboliza, efectivamente, el capitalismo, pero concretamente el viejo capitalismo: se trata de una representación distópica de una multinacional de rasgos fordistas, donde los empleados se alinean frente a sus terminales de realidad virtual como si se tratara de una cadena de montaje. Cada empleado es simplemente un número en la empresa, y de hecho dentro de Oasis se conoce a sus avatares como los sixers, por los seis dígitos que componen su identidad. Los sixers cumplen órdenes de forma acrítica y mecánica, rutinaria, sin apenas comunicarse entre ellos y sometidos a una jerarquía rígida, con Nolan Sorrento en la cúspide.

Wade y los gunters, en cambio, son amantes de la libertad individual (o el juego en pequeños grupos), cultivan con esmero su identidad personal en la red, y suplen el enorme potencial de recursos técnicos y laborales de IOI a base de perseverancia, adaptabilidad y creatividad, todo ello combinado con un carácter ultra-competitivo y su pasión genuina por los videojuegos. Pero, lejos de plantear un verdadero contrapunto rebelde al (viejo) capitalismo, esta caracterización de Wade y su equipo de gunters resuena con la retórica de lo que Boltanski y Chiapello (2002) han llamado el ‘nuevo espíritu del capitalismo’, donde el estilo Silicon Valley se ha impuesto sobre el antiguo modelo fordista. Estos autores compararon los textos de manuales de management empresarial de los años 60 y los años 90, y, de hecho, los contrastes de palabras-clave que hallaron son un reflejo bastante aproximado de la contraposición IOI-gunters en la novela de Cline: el viejo management, marcado por conceptos como dirigentes, subordinados, organización, autoridad, función y resultados, y el nuevo management asociado (al menos retóricamente, pero también con ciertas manifestaciones reales en la práctica) a nociones como proyecto, equipo, red, proceso, cambio, flexibilidad y libertad. Junto a estos valores del nuevo management, ciertos rasgos del ciudadano-consumidor ideal de la actualidad, como la auto-disciplina y el auto-escrutinio constante, ligados al cuidado de uno mismo y la fe en la maleabilidad de la identidad a través del consumo o el uso de las nuevas tecnologías (Rose, 1998), conforman el eje vertebral de la subjetividad neoliberal contemporánea, y están también muy presentes en la caracterización de Wade.

En los tiempos de la recesión post-crash del 2008, el nuevo espíritu capitalista ha sido romantizado mediáticamente a través de referentes como las start-ups tecnológicas y los jóvenes emprendedores de proyectos innovadores, capaces de hacer frente a la crisis mediante equipos inicialmente pequeños y con recursos limitados pero también ágiles, creativos y muy adaptables a los riesgos cambiantes del nuevo ecosistema laboral. Si bien valores como los señalados (libertad, autonomía, creatividad) formaron parte de la crítica artística’ de los años 60 al mundo de la empresa (una  crítica orientada a cuestiones de realización personal de los empleados en el ámbito laboral) (Boltanski y Chiapello, 2002), hoy en día estos conceptos han sido absorbidos por la nueva retórica capitalista, en una estrategia que anula o amortigua su potencial crítico y los hace suyos, transplantándolos a una red o marco discursivo totalmente diferente: el discurso neoliberal post-crisis. Así, desde esta perspectiva, Wade y su pequeño grupo de amigos gunters no serían un grupo rebelde enfrentado al capitalismo, sino más bien la representación oblicua del joven capitalismo: una joven start-up, entre precaria y romántica, enfrentada al viejo capitalismo (IOI).

En todo caso, los vínculos espirituales de Wade y los suyos con el capitalismo contemporáneo tienen, aún, otra faceta relevante. Como fans incondicionales de la cultura gamer y la cultura freak de los 80, los jóvenes protagonistas de Ready Player One podrían asociarse, a primera vista, con la idea de consumidor outsider, o fan de la subcultura. Sin embargo, los videojuegos y la cultura fan son hoy en día puntales de la cultura mainstream, a través de industrias culturales tan poderosas como las de los videojuegos y las narrativas transmedia (Jenkins, 2008). En este sentido, su ímpetu y simbolismo como subculturas o culturas periféricas/marginales han perdido gran parte de su vigencia.

De hecho, tal como quedó sugerido anteriormente, el consumidor ideal para las industrias contemporáneas del videojuego on-line y las narrativas transmedia es el fan, un seguidor que se implica activamente en el mundo ficcional/virtual, aporta multitud de contenidos generados por usuario, ofrece feedback constante al staff o los guionistas, mentoriza a los novatos a través de las redes…, a coste cero o prácticamente cero para la empresa. Wade y sus amigos encajan perfectamente en este perfil: de hecho, antes incluso de que existiera la gran Misión de Halliday, ya eran fans obsesivos de la cultura gamer y la cultura pop de los 80, a causa de su idolatría del fundador de Oasis.

En relación con esto último, llama la atención la ausencia en la novela de uno de los motivos tradicionales de la narrativa de maduración o bildungsroman: el conflicto con el padre. Concebido como padre espiritual de estos jóvenes, James Halliday y, por extensión, la cultura gamer, no reciben apenas ni una tentativa de reflexión crítica por su parte. Cline desperdicia, así, la oportunidad de enlazar el relato de maduración (?) de Wade con la agridulce maduración de la cultura gamer en las últimas décadas: desde su época outsider-romántica en los 70-80 hasta su desplazamiento al pleno mainstream de la industria del entretenimiento (más adelante volveremos sobre esta cuestión). A lo largo de la novela no se esboza ninguna reflexión al respecto, ya sea directa u oblicuamente. En otras palabras, Halliday permanece hasta el final como un padre prácticamente inmaculado, ideal.

Es cierto que en la novela de Cline hay otros aspectos críticos o alternativos respecto al capitalismo y el discurso neoliberal, además de la representación distópica de IOI. Se puede destacar, por ejemplo, la forja de una genuina amistad entre Wade, Hache, Art3mis, Daito y Shoto, que va más allá de la competitividad y el puro cálculo estratégico, incluyendo la decisión de Wade de compartir el premio final con todos ellos, a partes iguales. Ello, junto a una épica unión final masiva de todos los gunters para derrotar a los sixers, donde los gunters dejan de lado su legendaria tendencia al individualismo por un objetivo comunitario. Por otro lado, hay también una cierta crítica a la gamificación del trabajo, cuando Wade se infiltra en una empresa estatal para despistar a sus perseguidores de IOI (en el mundo real, fuera de Oasis); y, finalmente, una nota auto-crítica, por parte del socio de Halliday, Ogden Morrow, que en cierto momento expresa dudas sobre el excesivo efecto anestesiante que podría tener Oasis para las nuevas generaciones. No obstante, frente a estas pinceladas, y aunque algunas de ellas sean significativas, parecen prevalecer los fundamentos ideológicos que habíamos delineado previamente: Wade y su grupo responden a un perfil caracteriológico y un modelo de actuación que resuena, a partes iguales, con el ideal del joven emprendedor y el fan ‘explotado’ del nuevo capitalismo.

En definitiva, tal como habíamos avanzado, la batalla de Ready Player One no se libra entre capitalismo y rebeldía, sino más bien entre viejo capitalismo y nuevo capitalismo. El ganador estaba, por tanto, claro de antemano.

Captura de pantalla del vídeo de presentación de la película Ready Player One donde podemos apreciar un vehículo Delorean, icono de la trilogía Regreso al futuro.

III. Retrotopía y crisis de identidad gamer.

En su penúltimo trabajo, Retrotopía, Zygmunt Bauman (2017) nos advertía de los riesgos de las utopías nostálgicas en la sociedad contemporánea. En un mundo donde el horizonte de futuro se ha ensombrecido hasta el punto de dejar de ser fértil para la imaginación utópica, ésta tiende a girar la vista atrás, para encontrar vías de esperanza en el pasado. Pero, entre el redescubrimiento y aprendizaje del pasado y la romantización de posturas socialmente regresivas media una línea frágil y difusa, cuestión especialmente sensible en tiempos de ebullición social como los que corren. El diagnóstico del sociólogo es más bien pesimista, observando la emergencia de retrotopías regresivas en los últimos tiempos, tales como el repunte de políticas represivas y de control ciudadano (en especial tras el 11S), el ímpetu renovado de partidos de ultra-derecha, y de discursos nacionalistas con tintes xenófobos, y la retórica neoliberal de regreso al yo como refugio (más individualismo), en el marco de una sociedad moderna ya lastrada hace tiempo por la falta de empatía y un débil sentido comunitario.

La generación millennial tiene, en todo caso, buenas razones para ser proclive a la nostalgia, como lo son, profundamente, los héroes de Ready Player One. Tal como comentamos anteriormente, incluso antes de que Halliday hiciera pública la gran Búsqueda del Huevo de Pascua, Wade y sus amigos eran ya fans incondicionales de la cultura gamer y la cultura pop de los años 80. Pero, ¿es la nostalgia pop de Wade una retrotopía regresiva o más bien de acento progresista? La respuesta a esta pregunta puede resultar contradictoria.

Por un lado, la nostalgia de los protagonistas por los 80 se puede asociar a una especie de añoranza reivindicativa de la era pre-mainstream de los videojuegos, un pasado romántico de la cultura gamer donde ésta era todavía más cercana a los bedroom coders, el hacktivismo y la camaradería geek que a la actual industria de blockbusters con mayor presupuesto que el cine de Hollywood. Efectivamente, en los 80 resonaban todavía las raíces contra-culturales del medio: el juego digital como alternativa resistente al uso del ordenador para fines militares o para el incesante cálculo capitalista. No obstante, en esa misma década también se produjo el despegue definitivo del videojuego como producto comercial, tras superar la industria su famosa crisis del 83-84. Asimismo, tal como explica Kirkpatrick (2015), es justamente en esos años cuando, entre las empresas desarrolladoras y las primeras revistas especializadas para fans (en UK), se esculpió la identidad gamer original, que constituiría el perfil de consumidor-modelo del medio. Esa identidad gamer, que derivaría en un estereotipo, se basa en ciertos rasgos prototípicos, como la valoración de la capacidad competitiva y la habilidad en el juego como aspectos esenciales (destreza viso-motora, maestría estratégica), masculinidad, edad o espíritu juvenil/adolescente, y una asunción irónica/desafiante de la adicción como algo positivo (Kirkpatrick, 2015). En definitiva, la cultura gamer de los 80 es particularmente ambivalente en términos ideológicos: oscilaba entre los orígenes contra-culturales del juego de ordenador, todavía recientes, vs. el (re)lanzamiento comercial del medio y la construcción mediática de un perfil de consumidor-tipo donde se enfatizaron rasgos de resonancia conservadora/neoliberal, tales como la competitividad y la hegemonía masculina.

De los ochenta en adelante, los videojuegos dejarían de ser una subcultura para devenir una industria central del mainstream. Aun así, en parte la cultura gamer mantiene todavía un cierto halo de región subcultural, como si todavía estuviera pendiente de lograr una legitimidad definitiva, y esto genera reajustes y tensiones identitarias de los fans. En todo caso, a medida que la industria videolúdica creció hasta alcanzar dimensiones hollywoodienses, la desconfianza y escepticismo ideológicos hacia el medio tendieron a aumentar. No es extraño, hoy en día, ver representadas a la cultura gamer y la cultura fan de la ciencia-ficción como parte de una maquinaria global de transmisión de imaginarios capitalistas-conservadores. Por ejemplo, en un reciente reportaje del Diari Ara sobre la cultura freak (Franch, 2018), titulado El lado oscuro de la cultura freak, la entradilla apuntaba lo siguiente: «La cultura freak, anteriormente considerada alternativa, se ha vuelto mayoritaria. Bajo un barniz de incorrección y progresismo, las ficciones para este público suelen defender valores hegemónicos y acogen sectores que se oponen ferozmente a cualquier cambio». En esta línea, respecto a Ready Player One, Megan Amber ha planteado un análisis crítico del canon de videojuegos predilectos de Halliday/Cline, que aparecen sacralizados en la novela, muchos de ellos integrados en ciertas misiones de la Gran Cacería. Amber señala que el canon de Halliday privilegia creadores y héroes masculinos y de raza blanca, dejando incluso en un plano muy secundario los referentes japoneses (algo llamativo tratándose del medio videolúdico) (Amber, 2016).

Un punto clave de la crítica ideológica, en la cultura gamer, se produjo cuando esa crítica pasó a ser interna, con mayor ímpetu. Es decir, cuando una masa crítica de gamers, en lugar de mantener como prioritaria la actitud a la defensiva (respecto a menosprecios y críticas del exterior), empezó a ejercer con mayor intensidad un discurso auto-crítico sobre su propio campo cultural, acerca de la cultura gamer y la identidad gamer. Es difícil, tal vez imposible, poner fechas concretas a este proceso, pero sí podemos señalar dos manifestaciones concretas que son significativas. Por un lado, la proclamación explícita en el 2009, desde los Game Studies, de la necesidad de reforzar la perspectiva (auto)crítica en este campo, después de una etapa inicial con cierta tendencia celebratoria o legitimista (Dyer-Witheford y de Peuter, 2009). Por otro lado, la gran controversia del GamerGate (2014), que sacó a relucir la faceta sexista de la cultura gamer. El episodio es complejo y con una extensa backstory, pero uno de sus momentos clave fueron unos vídeos de YouTube donde una periodista, Anita Sarkeesian, que se auto-presentaba como amante de los videojuegos, realizaba una (auto)crítica, de tono irónico, sobre los estereotipos femeninos en los videojuegos. Como es sabido, Sarkeesian y otras analistas feministas en la misma línea fueron víctimas de agresiones verbales y acoso on-line, por parte de auto-denominados gamers. Gamers que, tal como observa Mortensen (2016), adoptaron ciertos rasgos de comportamiento hooligan, en supuesta defensa de un medio que consideraban suyo.

Rachel Kowert, en su blog (27-2-2014), ha asociado el GamerGate a la cuestión de la crisis de identidad gamer. Pone el foco en el hecho de que, tras el GamerGate, surgieron en las redes sociales algunos posts y comentarios de gamers que empezaron a cuestionarse su identidad como tales. Uno de los autores incluso expresó su deseo de que la gente dejara de considerarlo gamer, para desmarcarse todo lo posible del GamerGate. Es interesante cómo, más allá de la condena de aquellos hechos, esas reacciones ampliaron el debate hacia el cuestionamiento o distanciamiento de la identidad/estereotipo gamer, en un sentido más general.

Debemos sumar a este análisis la emergencia, en los últimos años, de fenómenos como los indie games, el YouTube-gaming y los eSports. Dichos fenómenos parecen haber ido cuajando como ámbitos o comunidades culturales, con rasgos, ethos y dinámicas relativamente distintivas a la hora de entender los videojuegos y la forma de relacionarse con ellos (Bourdieu, 1995; Kirkpatrick, 2015). Lo interesante, en cuanto a la crisis de identidad gamer, es que estos sub-ámbitos culturales están planteando ciertas alternativas o matices (y, por otro lado, también refuerzos), a la definición tradicional de qué es un gamer. El caso de los eSports es tal vez un tanto paradójico, ya que, seguramente, más que plantear variantes a la identidad prototípica de gamer, tiende a reproducir y exacerbar algunos de sus rasgos. Pero, al mismo tiempo, quizá los eSports están encuadrando la identidad gamer tradicional en un marco específico, que la desprovee, en parte, del carácter hegemónico, abarcador, que había tenido hasta ahora (?).

En síntesis, la transformación de los videojuegos en una gran industria del mainstream, y las tensiones que ello genera con respecto a las raíces contra/subculturales del medio, la intensificación de la auto-crítica sobre el medio y la cultura gamer, desde del propio fandom videolúdico, y la emergencia de nuevas esferas de gaming culture que plantean ciertos matices o alternativas a la identidad gamer clásica, han ido dando lugar, en los últimos tiempos, a la actual crisis de identidad gamer.

Volviendo, para terminar, a Ready Player One, una reacción típica ante escenarios de crisis identitaria es, precisamente, un anhelo de regresión al pasado, a una época en la que nuestra identidad era más sólida, definida y social/culturalmente atractiva. Los años 80 constituyen, en buena medida, este anzuelo identitario en la novela de Cline. En este sentido, ¿es la pulsión nostálgica de Cline/Watts una cierta expresión del subconsciente de algunos hardcore gamers contemporáneos, su tendencia a añorar los viejos tiempos, cuando el ethos del carácter competitivo, la masculinidad, la destreza en el gameplay y la adicción positivizada formaban parte de una  identidad cultural más firme, hegemónica, legitimada y valorada (al menos dentro de las propias fronteras del ámbito gamer) que en la actualidad?

Tal como avanzamos, es difícil concluir con una respuesta clara al respecto, precisamente por la elección de Cline de los años 80, esa década ambivalente de la cultura gamer. Tal vez, efectivamente, la retrotopía de Cline/Watts es regresiva, articulándose como rechazo de la crisis de identidad gamer actual y añoranza del hardcore gaming de los 80-90; pero tal vez también tiene algo de retrotopía progresista, como añoranza/reivindicación de la cultura gamer de inicios de los 80, en la que resonaba todavía con fuerza el espíritu contra-cultural de las raíces del medio. Seguramente se trata, en el fondo, de una mezcla de ambas cosas, cuya resonancia final dependerá, como siempre, de las predisposiciones personales del lector.

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