Mi primera gran aventura por carretera fue a los mandos de un Ferrari Testarossa. Lo recuerdo como si fuera ayer: el coche, la carretera, ella y yo. Un grupo de amigos se reunió para vernos partir y desearnos un viaje seguro y cargado de historias que contar a nuestra vuelta. Incluso nos hicieron una pancarta. Nuestra primera tarea fue elegir la música. Nos bastaba con un puñado de nuestras canciones favoritas, pero sabíamos que la primera la recordaríamos con cariño, así que dudamos un poco. Al final nos decidimos por Passing Breeze para acompañar esos primeros kilómetros a lo largo de las playas más paradisíacas que uno podría imaginar. El velocímetro se hinchaba cada vez más; zigzagueábamos entre los pocos coches que habían salido a la carretera aquella mañana y, cuando quisimos darnos cuenta, habíamos llegado al medio oeste americano. Lo atravesamos como un relámpago, casi sin verlo; en un abrir y cerrar de ojos nos vimos envueltos por la infinitud de los campos de tulipanes holandeses para, en cuestión de segundos, pasar de su colorida primavera al blanco más puro de una cordillera nevada. Creo que eran los Alpes, a los cuales siguió un bosque en el que se escondían unas antiguas ruinas que parecían medievales, pasadas las cuales se dibujó en el horizonte la silueta de aquellos mismos amigos que nos despidieron hacía unos 5 minutos, ya con el mundo entero a nuestra espalda. Nos recibieron entre vítores, llenos de un júbilo que yo no podía compartir. Sentía que algo fallaba. Habíamos corrido demasiado.
Vale, lo confieso: el Ferrari no era mío. Hablo, para los despistados —o, me duele escribirlo, para los más jóvenes—, de Outrun (Sega-AM2, 1986), uno de los juegos referentes de un género, el de la conducción, que en todos mis años posteriores como aficionado al mundillo apenas volví a tocar. Siempre he apreciado la cantidad de posibilidades que los simuladores brindan para modificar los coches, o la adrenalina y simplicidad de las experiencias más arcade, por no hablar de la capacidad que han tenido ambos para adueñarse de cada rincón de la geografía del planeta para llevar allí su acción. Sin embargo, con el paso del tiempo, no siento ninguna de aquellas aventuras como un auténtico viaje: demasiado rápido y furioso, demasiada potencia y músculo, demasiado ruido. Y es que, por más que la cantidad de opciones engordase cada vez más con los años hasta llegar a lo enfermizo, jamás me dejaron hacer lo único que me apetecía en medio de todas aquellas carreras. Deseaba parar, bajar del coche, penetrar en el territorio y su paisaje, deconstruir la postal al otro lado de las lunas para sentarme y mirar con tranquilidad, estirar las piernas, charlar con mis acompañantes y reflexionar. Sentirme, así, menos como un héroe y más como un viajero. Vivir una auténtica road movie americana.
A la búsqueda del videojuego de carretera.
Las películas de carretera son el género cinematográfico viajero por excelencia. Nacen en la segunda mitad del siglo XX en los EE. UU. como resultado al progreso técnico y económico posterior a los conflictos bélicos de principio y mitad de centenario, una época en la que las ciudades crecían a ritmo vertiginoso, las clases medias se reproducían a lo largo y ancho del país y la posesión de un automóvil era el símbolo más claro del éxito: permitía escapar. La carretera pasaba a ser la herramienta de expresión de toda una generación de creativos, la Beat Generation, tanto por la capacidad expresiva que otorgaba en cuanto a las nuevas relaciones entre el individuo y el territorio como por ser cada vez más un medio para mantener a raya la alienación que traía la prosperidad en los bolsillos. Esto segundo puede entenderse a partir de ideas como las que defiende la psicóloga Amy Cuddy, experta en lenguaje corporal, que sostiene que la postura y la forma en que nos movemos están íntimamente ligadas a nuestros pensamientos, estados de ánimo y comportamiento[1]. Básicamente, pisar con fuerza el acelerador era un acto de rebeldía, una forma de contestación tanto a la revuelta mitad de siglo precedente como al statu quo derivado. Y allá en el asfalto nos encontraremos.
Aquello primero, lo de las relaciones entre viajero y territorio, requiere más profundidad, pero hablemos de juegos de una vez, que para eso hemos venido. En 2013 aparecía una pequeña joya indie bajo el nombre de Kentucky Route Zero (Cardboard Computer, 2013), la mejor traducción al videojuego que la road movie ha tenido hasta la fecha y en la que me centraré hacia el final del texto, como punto de llegada. Entre este juego y aquel Outrun son muchos los títulos que han conseguido, de alguna u otra manera, trasmitir una sensación de viaje perenne y poderosa. Los ejemplos que me vienen por encima a la mente son Shenmue (Sega AM2, 1999), Broken Sword (Revolution Software, 1996), Journey (Thatgamecompany, 2012), Tomb Raider (Core Design, 1996), The Last of Us (Naughty Dog, 2013) o, ya como epítome del asunto, la saga Final Fantasy (Square Enix, 1987-2016). Si bien ninguno es realmente lo que podría llamarse un «juego de carretera», sí que pueden extraerse de ellos diversas características para construir el modelo.
Para empezar, y retomando el cabo lanzado al inicio del artículo, todos estos juegos manejan ritmos variables. La expresión narrativa de un viaje por carretera se basa en la interacción entre el movimiento y la parada, la velocidad y la pausa, la ventana y la posada. Ambas caras de la moneda se suceden intermitentemente para expresar el cambio y la evolución de los personajes a cada legua que conquistan, siempre inmersos en el conflicto personal como eje central de la historia[2]. El desplazamiento permite enmarcar el paisaje y situarse, gracias a esa velocidad, en un plano de influencia distante y reflexivo. Al proyectarse hacia el otro lado del cristal, allí donde los planos del panorama se mueven a diferentes cadencias, se produce una separación del individuo y su cuerpo. Apoyado en las posibilidades tecnológicas brindadas por el vehículo, el viajero adquiere una especie de vista de pájaro sobre su espacio y su tiempo, lo que le ofrece una relatividad desde la que reinterpretarse.
Eso sí, todo este proceso no podría conjugarse sin las paradas, los momentos en que, tras haberse deconstruido, el individuo vuelve a sus límites y baja del coche a ese mundo del que se había separado momentáneamente. El último alto en el camino estará a esas alturas muy lejos como para poder verlo y el próximo aún no tiene importancia. Parar es eso: hacer coincidir por un instante el aquí y el ahora, olvidarse del ayer y del mañana, del atrás y el delante y vivir en el momento. El mismo mundo, que desde la ventana parecía infinito, pasa a ser esa escena efímera que envuelve al viajero, compuesta de ese café caliente, esos rótulos luminosos que anuncian los moteles y áreas de descanso, ese lugar al que los coches van a descansar como viejos y agotados animales. Esta es clave de la experiencia de todo viaje, especialmente por carretera: la experiencia del territorio por sucesión. Algo que, paradójicamente, se pierde cuanto más grande y abierto es el mundo imaginado.
El mapa y el territorio.
Volvamos a Final Fantasy y hagamos una breve comparación entre su séptima y decimoquinta entrega, separadas diecinueve años entre sí. La aventura de Cloud y compañía parte de Midgar, metrópoli oscura y opresiva, cerrada en sí misma y construye, poco a poco, un viaje épico alrededor de su mundo. Nada más cruzar los muros de la ciudad, el cielo, los mares y las montañas son los límites del camino. El jugador tiene, a partir de ese momento, acceso a un mapamundi que le permite entrar en contacto con la escala del globo. En el plano apenas están marcados algunos puntos relevantes, sin rastro de dirección más allá de seguir los pasos de Sephiroth. Por cercanía, la primera parada es la tranquila aldea de Kalm y, una vez allí, el grupo se dirige a la posada en la que, por fin, pueden hablar: esta es la situación, estos somos nosotros y este es nuestro camino. Una vez terminado el relato, toca continuar y la aldea quedará para siempre en la memoria. Ya ha cumplido su función.
Por su parte, la primera parada de Final Fantasy XV es una gasolinera; el coche en el que viajan Noctis y sus amigos se ha averiado y tienen que esperar a que la chica que maneja el establecimiento le haga unos arreglos. Mientras tanto, el jugador puede hacer alguna misión secundaria, recoger ingredientes o irse de cacería. Al poco tiempo, con el coche ya reparado, el viaje puede continuar; eso sí, y aquí es donde la magia se rompe, siempre que quien maneja los mandos lo decida. O, dicho en otras palabras, si consigue sortear las trampas que el juego pone en su camino. La más peligrosa de ellas es una lista de tareas que no termina y que invita al jugador a volver a esa gasolinera pasado un tiempo, cuando haya alcanzado el nivel necesario para las misiones más exigentes. Surge la primera pregunta, ¿por qué querría el grupo volver a este lugar? Tienen un cometido urgente, un destino que cumplir, una nación que salvar, tres motivos de increíble peso como para seguir adelante sin volver la vista atrás. Un par más de gasolineras, algún campin y varios hoteles de carretera después se hace patente el gran impedimento de estas experiencias para construir una narrativa de viaje, que es justo el contrario al de aquellos juegos de carreras: paran demasiado.
Tanta pausa implica romper el equilibrio entre los ritmos del road trip, lo que deriva en una desorientación respecto al motivo ulterior del viaje —la chispa que lo puso en marcha— y la incapacidad de dedicar el tiempo necesario a los conflictos que los personajes llevan a la espalda. Se podría argumentar que Eos parece un mundo más vivo y complejo que Gaia ya que este segundo está repleto de espacio vacío entre sus ricos enclaves, pero es gracias a esa confrontación que el juego sobrevive como viaje. En FFVII las paradas funcionan como metonimia: hablan y construyen el universo a partir de sus partes, alcanzando por ello altas cotas de diversidad, riqueza y singularidad; en FFXV desempeñan el papel de hubs, lugares desde los que ir realizando actividades cuya relación con el tronco narrativo es irrelevante, pues, tras su agotamiento, los personajes y sus conflictos permanecen inalterados. Por ello, intenta compensar este hecho introduciendo imágenes de lo que cree que es un viaje a cada uno de sus numerosísimos altos en el camino en los que se puede ver al grupo protagonista compartir una cena, jugar a las cartas o charlar bajo las estrellas al calor de una hoguera, momentos todos reducidos a su dimensión estética y vacíos de contenido real, agotados de tanta repetición. Donde sí consigue acertar, y este es el gran vicio y virtud de este título, es al atender con mimo a la potencialidad de otro de los elementos indispensables para construir ese videojuego de carretera ideal: el coche.
El espacio del vehículo.
El Testarossa de Outrun que abre el texto es un coche mítico, símbolo de esos años ochenta que tanta gente añora. Era fardón y rebelde, un biplaza con unas líneas angulosas y una esbeltez que le daban una personalidad muy fuerte. El coche ideal para correr con el viento pegando en la cara y revolviendo el pelo al tiempo que queda claro quién manda en la ciudad. A su lado, el Regalia de FFXV parece un coche de fin de semana: robusto y voluminoso, con espacio para cinco tripulantes, de velocidad y recorrido limitado. Es, también, el vehículo perfecto para que cuatro amigos charlen mientras viajan. Gracias a ello, el coche se convierte en el lugar donde el grupo protagonista lima asperezas, comparte anécdotas, comenta el paisaje y se maravilla ante un territorio que sabían que existía, pero jamás habían experimentado como tal. Al conducirlo, el jugador puede sentirse como el ocupante del quinto asiento y escuchar cómo Noctis y los suyos reaccionan ante los acontecimientos troncales a la historia, señalan promontorios o hitos del camino o sugieren tomar un descanso y comer algo, todo ello mientras la música elegida envuelve el momento. Se siente vivo, al menos en la superficie, aunque, lastrado por las mecánicas de juego derivadas de tener un diseño de mundo abierto, acabe convirtiéndose en un estorbo práctico que se resuelve por omisión, previo pago, mediante el clásico viaje rápido. De nuevo, la razón no es sino ese desequilibrio del ritmo en favor de la parada: FFXV cae en su propia trampa y acaba convirtiendo la épica del viaje en algo tedioso y aburrido.
Como avance en esta línea, la wagon del reciente Pyre (Supergiant Games, 2017) es digna de elogio. Heredera de la también mítica Volkswagen Kombi, el carro del mencionado juego hace tanto las funciones de medio de locomoción como de hogar itinerante. Al abrigo de sus paredes, el jugador, haciendo el papel semiomnisciente del Lector, puede conversar con el resto de personajes que van sumándose al grupo durante su periplo, ya sea para apoyarles en momentos de bajón o duda, para resolver las pequeñas disputas que prenden entre algunos de los pasajeros o para trazar los objetivos y caminos a seguir. Toda esa actividad se ve reflejada en el ambiente y la decoración de ese diminuto salón común que se va ocupando paulatinamente de recuerdos y experiencias recogidos en el camino. Cada incorporación a la banda de los Nightwings vendrá acompañada de un nuevo memento, una pieza que hable del recién llegado, su lugar de origen y su carácter. Así mismo, al ir acumulando paradas, el grupo irá recogiendo reliquias que rematarán el collage resultante de su viaje por el mundo de Pyre.
Llegados a este punto, ya tenemos casi todos los elementos necesarios para construir el juego de carretera perfecto: el ritmo contrastado, la relación entre viajero y territorio, los conflictos personales como eje central de la narrativa y el coche como espacio de intercambio. Toca, para terminar, hablar del componente fundamental de esta historia, ese que le da nombre al género. Y, ahora sí, hablemos por fin del genial Kentucky Route Zero.
La carretera del videojuego.
Lo que mejor define a KRZ es el silencio. Una quietud como compañera que se esconde en el crepitar de la goma contra el asfalto, en el silbido de los coches que van y vienen, en el canto de los grillos en la oscuridad, en el rugir de los motores al ralentí. Al comenzar el juego se presentan los pocos elementos que interactuarán durante el que, debo insistir, es la mejor la traducción de un viaje por carretera en el videojuego: Conway, el viajero; un perro, a nombrar por el jugador, el acompañante; un viejo camión de reparto, el vehículo; la gasolinera de Equus Oils como primera parada; la autopista 65 como carretera troncal; el plano de la red de carreteras, ríos y lagos, como mapa; la Route Zero como objetivo elusivo. Tras conseguir unas breves indicaciones para llegar a su próximo destino, el volante pasa a manos del jugador. Todo listo para viajar.
A los mandos de la camioneta, Conway puede dirigirse directamente a su siguiente parada o vagar libremente por el territorio. Si toma la primera opción, basta con seguir las direcciones que obtuvo en la gasolinera: cuando vea el árbol en llamas, debe tomar la salida hacia el este y seguir todo recto para llegar a la granja Márquez, donde le espera el fantasma de Weaver. Si, por el contrario, prefiere vagar por la red de carreteras secundarias que se esparcen en todas direcciones, quizá se tope con alguno de los lugares que esconde. No es esta una decisión baladí, todo lo contrario: es la resolución fundamental para definir qué tipo de viajero será Conway. En poder del jugador queda determinar si el protagonista es un trabajador eficiente que va directo al lío, o si es una persona dispersa que prefiere ir a la deriva; si combate la curiosidad de los hitos que le salen al paso o si se deja llevar por los misterios que parecen esconder; si se interesa por las personas que cruzan su camino o si vive encerrado en sí mismo.
Como respuesta, el mundo parece reaccionar y trasformarse a la presencia de Conway. Esto es así hasta el punto de que muchos de los lugares visitables del territorio solo aparecen cuando se les busca, una vez enunciados por algún texto perdido por el juego o mencionados en alguna línea de diálogo con cualquiera de sus enigmáticos personajes. ¿Buscas las minas? Toma la salida pasada la fábrica de miembros ortopédicos y la encontrarás. Y aunque uno hubiese jurado que en aquella intersección no había nada, ahora que se fija es cierto, le ha crecido un edificio. La relación entre el personaje principal y el territorio coprotagonista se estrecha con la suma de los actos que estructuran la narración y, como aquellos recuerdos que se materializaban en el interior de la camioneta de Pyre, las marcas en el mapa de KRZ hablan del paso del tiempo, de la aprehensión de la región y de los momentos que ahora conforman la memoria.
Y, en medio de todo esto, llega la Zero, la carretera definitiva. Oculta bajo tierra, solo localizable por aquel que la busque, esta autopista trascurre por unos túneles representados como un anillo eterno, sin principio ni final, a la que se accede a través de la Oficina de espacios recuperados. Para guiarse por ella basta con utilizar los mojones repartidos a su largo y ancho: un espantapájaros, un ataúd, una mecedora, la garra de algún ave o la mandíbula de un enorme tiburón, por mencionar unos pocos. Conducir por la Zero es la pura exploración, la mejor forma de experimentar esos tiempos ya lejanos en los que los mapas no habían desvelado aun todos los secretos de la Tierra y eran prácticamente inútiles, pues cada kilómetro ganado al mundo exigía redibujarlos y reinterpretar el territorio. En esta carretera, cada movimiento devuelve un nuevo lugar, una nueva señal, pues donde uno creía que estaba el cristal, le espera ahora la casa de pájaro; donde recordaba las aspas de ventilador, encuentra poco después un par de alas huérfanas y allí donde aseguraría haber dejado atrás la pluma, se topa, a la vuelta, con un oso. Por las galerías de la Zero resuenan, en definitiva, los ecos del cambio y el movimiento, la madurez y la vida en pausa en favor del descubrimiento personal, todo ello aderezado con esa densa oscuridad inherente al asfalto, esa que recuerda que no todo el que vive sumando millas lo hace por placer.
Esa es la gran lección de la carretera: su cuento es el de la metamorfosis, el cambio que aguarda a cada tramo, escondido en cada parada, preparado para salir al paso y, de un zarpazo, descubrir que uno miraba sin ver, pero porque no sabía bien qué buscaba. Y entonces encuentra algo, quién sabe si a sí mismo, y aprende a no fiarse de los mapas porque, aunque parezcan algo seguro, son incapaces de resumir la volátil realidad. Lo sabe el buen explorador, el habitante genuino de la carretera: lo más relevante de todo plano no es lo que enseña, sino todo lo que aún no ha podido hallar. Eso es viajar, salir de la rutina y rebelarse para, durante un tiempo, dejarse llevar por todo aquello que no viene a la mente, sino al corazón cuando se está lejos del hogar.
Mientras escribo este texto no puedo dejar de pensar en aquella chica del principio. ¿Cómo habría sido nuestra historia si hubiésemos logrado parar? Habríamos podido charlar, compartir un almuerzo, contarnos alguna historia. Quizá nos habríamos dado cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro, o tal vez habríamos llegado a la conclusión de que no teníamos nada en común y allí habría terminado nuestro camino juntos. Lo que es seguro es que ya no habría sido solo la chica de Outrun. Habría sido mucho, mucho más.
Referencias:
[1] ELLARD, Colin (2015). Places of the heart: the psychogeography of everyday life. Nueva York: Bellevue Literary Press: 22.
[2] Walter, S. (2008). Apuntes para una teoría de la «Road Movie». Nueva York, EE. UU.: Revista Ñ. Recuperado de: http://edant.revistaenie.clarin.com/notas/2008/01/11/01582960.html