Los huesos rotos de la ficción: En defensa del videojuego violento.

Booker Dewitt desciende plácidamente sobre Columbia tras ser lanzado por la cápsula del ya mítico faro que da acceso a la ciudad flotante. Toca tierra en lo que parece ser una iglesia ante un altar bañado en la cálida luz de innumerables velas. Al sonido de sus primeros pasos se suma el chapoteo del agua corriente, mezclado con unos cánticos celestiales que parecen salir de las mismísimas paredes. Pétalos de flores frescas guían su camino a través de lo que un rótulo extradiegético llama Centro de bienvenida y por si, a pesar de todo ello, Booker o el jugador tienen aún alguna duda, la primera persona con la que se cruzan les da la bienvenida al Cielo. Columbia lo recibe con los brazos abiertos: un vendedor ambulante le ofrece perritos calientes y palomitas gratis, los elegantes transeúntes pasan por alto su obsesión por recolectar cuanta basura encuentre y los feriantes alaban su pericia en las numerosas atracciones que bullen de actividad carnavalesca. La buena fortuna del recién llegado en estos primeros compases de la aventura es tal, que la bola premiada en la feria anual, que coincidentemente se celebra ese día, resulta ser la suya. Qué maravilloso es todo, al menos hasta que emerge en el escenario de la rifa una pareja condenada por sexo interracial y el premio invita al protagonista a librarse del pecado y tirar la primera piedra. En ese momento, la idílica imagen comienza a agrietarse. Da igual la manera en que el jugador resuelva esta elección fundacional —y ficticia—, ya sea arrojando la pelota contra el pregonero, contra la pareja o permanecer simplemente quieto porque, antes de que Booker mueva ficha, un miembro de las fuerzas del orden lo detiene. Acto seguido, el anunciador lo identifica como el temible falso profeta y la situación escala de cero a cien en cuestión de segundos cuando Booker destroza la cara del guardia que lo agarraba con un aerogancho, pasa a hendirlo en el cuello de un segundo y decapita a un tercero sin ningún miramiento.

Captura de pantalla de BioShock Infinite.

La media hora que tarda Bioshock Infinite (Irrational Games, 2013) en pasar de las rosas, la comida gratis, las nubes esponjosas y el jolgorio festivo a convertirse en un festival de tiros, explosiones, cabezas cortadas y gritos de terror fue motivo de numerosas críticas en su día. Se publicaron artículos en diferentes plataformas cuyos autores veían en su violencia un factor limitante tanto para su narrativa como para su capacidad por llegar a un público lo más amplio posible. Su tono visceral y agresivo fue atacado con diversas argumentaciones: desde los que decían que se contradecía con la estilización de su diseño visual, hasta los que proponían una alternativa a la jugabilidad que cambiase las armas por sesiones de terapia grupal entre el elenco principal del juego —imaginemos, por un momento, a Booker llegando al despacho de Comstok y diciéndole algo como: «Mira, tenemos que hablar»—. A lo largo y ancho de la red se sucedieron los ya clásicos debates casi tan viejos como el medio en sí y, tras unos días, la discusión volvía a enfriarse. No obstante, cualquier aficionado al medio que lleve en esto un tiempo sabe que este es un tema que siempre vuelve, tal y como ha ocurrido este pasado octubre con la presentación de un nuevo avance de The Last of Us: Part II (Naughty Dog).

El mismo día en que se hizo público el vídeo, Polygon abría la veda al calificar las imágenes como extremas —casi exclusivamente gore, para precisar— y sin ningún tipo de información que mediase entre la acción y el espectador para poder entender y procesar lo que estaba ocurriendo en pantalla (hasta el punto de considerarlas faltas de contexto). Sin este, comenta el artículo, «el tráiler no consigue introducir la historia en que los jugadores se embarcarán. Ese es su problema». Así, y de nuevo, el mundo del videojuego volvía a la casilla de salida y el encargado de llevar la cuenta volvía a colgar el cero bajo el cartel de «días que llevamos sin hablar de la violencia en los videojuegos». Las reacciones se fueron sucediendo con el paso de las horas, tanto desde los sectores que compartían la opinión de la pieza de Polygon como de quienes se posicionaban en contra. Las dos posturas enfrentadas volvían a ser, una vez más, la de la inherencia de la violencia al videojuego y la de la banalización de la misma en favor del espectáculo. Aunque ambos enfoques puedan tener algo de razón, pasan por alto una cuestión fundamental al asunto: ¿existe, realmente, una falta de contexto en el tráiler de TLOU2?

Imagen promocional de The Last of Us 2 que formaba parte del vídeo que desató la polémica.

Para responder a esa pregunta, lo mejor es reflexionar en tres escalas o ámbitos diferentes: la del juego en sí mismo, la de su posición en la industria y la de la relación entre el medio y la realidad.

En el primer nivel, basta con considerar la existencia del The Last of Us (Naughty Dog, 2013) para que la acusación de falta de contexto se venga abajo. La aventura fundacional de Joel y Ellie avanza mediante la acumulación de cadáveres y situaciones cada vez más perversas. Desde la primera bala compasiva que el protagonista concede a un moribundo —y que además sirve de tutorial para las mecánicas de disparo— y hasta el asesinato a sangra fría de los cirujanos de las Luciérnagas, la crudeza inevitable del posapocalipsis guía la mano de todo el elenco del juego: traiciones, ejecuciones, infanticidios, intentos de violación caníbales… La lista es eterna. Frente a esto, sorprende que un codo destruido a martillazos o un ahorcamiento frustrado puedan ser considerados fuera de tono, más si se tiene en cuenta que lo primero es prácticamente una sentencia de muerte en un mundo en el que la dependencia es fatal y lo segundo es la enésima constatación de que, aun cuando legiones de zombis sedientos de sangre campa a sus anchas entre las ruinas de la civilización, los demás siguen siendo el auténtico infierno.

En cuanto al segundo enfoque, los cinco minutos de TLOU2 avanzados hasta la fecha no podían haber sido más continuistas con un medio que empodera al jugador al ponerle un arma entre las manos. Esto es un clásico: en los videojuegos muere hasta el apuntador. Ya sea un niño indefenso, un goomba, un ciborg nazi o un demonio alienígena escupefuego, nadie está a salvo de que le disparen, salten sobre su cabeza, le exploten o le atraviesen el pecho con el puño. Lo único necesario para que cualquiera de estos actos atroces sea aceptado es que se pongan la seda de la mona y se vistan de moralidad. Frente a esta ética generalmente impostada y fundamentada en el maniqueísmo más simple, nada mejor que hacer un ejercicio de honestidad, citando el recomendadísimo Significant Zero (2017), de Walter Williams —guionista de, entre otros, el genial Spec Ops: The Line—: por más que nos empeñemos, no somos héroes. El camino hacia el éxito videolúdico se nutre por la defunción masiva de todos esos anónimos que no tuvieron la suerte de ser lo suficientemente relevantes para la narrativa como para morir en una cinemática que fijase su recuerdo en la eternidad del gigabyte. La única forma de evitar esta tendencia es eliminando de la ecuación la búsqueda de ese mismo éxito, algo que en la fantasía mainstream o AAA es prácticamente imposible, cuyo universo gira en torno a un jugador que siempre estará matando a alguien o evitando su propia muerte, cuando no las dos al mismo tiempo.

Los casos más evidentes de todo esto son precisamente los que se agarran al clavo ardiendo de la antes mencionada moralidad y se pierden en una disonancia ludonarrativa extrema. Una vez más, Walter Williams da en el clavo en su comentario sobre uno de los mejores ejemplos de esto último, Dishonored (Arkane Studios, 2013). Pasando por alto el hecho de que su protagonista se propone demostrar que él no mató a su emperatriz matando a todos los demás habitantes del país, la historia ofrece al jugador una vía «no letal» en la que no atraviesa el corazón de sus objetivos con su increíble y bellísima espada plegable, sino que los condena a una vida de olvido, mutilación, tortura y miseria, lo cual es hipócrita y pérfido, pues hasta aquel Joel del principio de TLOU era capaz de mostrar un mínimo de compasión poética. Algo similar ocurre en la saga Assassins Creed (Ubi Soft, 2007-2017), que introduce una de las armas más icónicas de la historia reciente del videojuego, la hoja oculta —a Ezio le da dos, directamente— para luego advertir a quien lleva los mandos que su uso está reservado para gente muy mala que se lo merece muy fuerte.

Imagen promocional de Dishonored 2.

Aquí es donde aquel tercer ámbito, el nexo entre juego y el mundo que lo produce y consume, tiene algo que decir. Y es que nada mejor para entender cómo funciona la vida real que vivir de primera mano la imposición de un sistema social virtual a golpes. La que destaca a la hora de ilustrar este punto es la saga Bioshock con la que este texto pretendía ganarse la curiosidad del lector. Es fácil y natural sentir un cierto horror cuando los pedazos de la cara de la primera víctima de Booker salen disparados en todas direcciones; es un momento crudo, brutal e inesperado. Es algo más difícil ver que el statu quo que rige Columbia esconde una violencia estructural y mucho menos evidente que una cabeza rebotando entre adoquines. En el contraste provocado por el acelerón, se encuentra la clave de la materia, pues en esos breves minutos que separan el orden absoluto de su debacle, la primera víctima es la vida de postal celestial, con sus señores de bombín y palomitas y señoras de elegantísimo recato. No es de extrañar que poco después del sangriento detonante, con la fiesta de organillo sustituida ya por el silbido de cientos de balas, la ficción de Columbia arda como la madera seca que construye su paradisíaco escenario, dejando ver por fin unas bambalinas a las que se llega antes pidiendo perdón que permiso.

El verdadero poder de estas historias es ese mismo, su capacidad resonante con el otro lado del plasma. En palabras de Ian Bogost: «los videojuegos que discuten la forma en que los sistemas del mundo material funcionan (…) buscan alterar la opinión del jugador fuera del juego, no simplemente motivarles a jugar más» (Persuasive Games, 2007, p. 47). Los títulos capaces de provocar algo así jamás pueden ser un lugar seguro para sus protagonistas —ya sea el personaje o quien lo maneja—, pues la fuente de la violencia que en su día el medio adaptó del cine es la pura realidad. Hecho, este, que resulta aún más complejo y revelador si se traen a la palestra teorías como la del filósofo Slavoj Zizek, que considera esa misma realidad y su fantasía inseparables en la experiencia material de la vida. Ya hemos dejado muy atrás, argumenta el mencionado, ese momento en que la primera estructuraba la segunda, para invertir el proceso y sumergirnos en una existencia que necesita de sus ficciones para ser aprehendida. El trauma narrativo se postula ya, en nuestra sociedad, como una terapia masiva y necesaria pues, si bien existe un vastísimo abanico de géneros y temas tratados en el videojuego, la única forma de atacar los temas más complejos de la humanidad es desde su misma complejidad.

Por todo esto, siempre que no se caiga en banalidades, la violencia en el videojuego debería ser celebrada ya que gracias a ella se pueden deconstruir sueños como el de Columbia, cuyo fracaso es de lo más didáctico precisamente por lo tan preparada que se creía para la llegada del falso profeta. Poco importó que fuese imposible pasear por sus calles sin toparse con algún feligrés, cartel o kinetoscopio que le recordase a uno que no debía bajar la guardia, que cualquiera podía ser el portador de la destrucción y el fin del orden. «¿Será este señor? ¿Será aquella amiga? ¿Serás tú?» rezaban los numerosos avisos, «solo nuestra vigilancia nos mantendrá a salvo». Así, enseña Bioshock, se perpetuaba una falsa utopía, manteniéndola sobre los cimientos de una sombra ineludible que la amenazaba tanto como la justificaba. Toda una muestra de cómo, bajo pretexto de protección, la jerarquía social puede mantenerse vertical e incuestionada. Gracias a ello, el día a día puede disfrazarse de próspero y perfecto, ajeno a preocupaciones, pues la mejor estrategia del tirano no es negar el caos, sino mantenerlo en el punto de mira en todo momento, al tiempo que se pone cara y nombre a los encargados mantener viva la hegemonía ideológica. Demos gracias a Booker Dewitt por demostrar que, como toda buena obsesión, la de Columbia con la oscuridad que la acechaba jamás hubiese sido capaz de prever, paradójicamente, el inherente fin de sus días en aquella soleada mañana de canciones, disfraces, juegos de feria, linchamientos, sangre, fuego y muerte, en que el abismo se abrió y el sueño se convirtió en pesadilla.