Si me aferro a los primera persona canónicos a sabiendas de lo que sé, es por un detalle formal que predomina como un acto reflejo en esta clase de juegos. Un detalle inconvenientemente gigante, al que no mucha gente presta la atención que debiera, y quizá por ello prevalece como el punto o contrapunto de muy pocos. Cuando tomo posición en estas obras y descubro que mis ojos son, ciertamente, una cámara que los reemplaza, un filtro que enajena, recelo a la hora de apropiarme de ese mundo. Esas imágenes pertenecen a una realidad casi histórica, físicamente inalterable y de eminente extrañeza. La imagen de archivo es el espejo más opaco que existe (Ebeling, Knut y Didi-Huberman, George, 2007), y quizá por eso nunca lograré encontrarme en el tembleque de mi madre sujetando la videocámara, en lo que decide grabar, en cómo lo graba. Definitivamente y por más que busque, nunca lograré verme en los residuos de su particular modo de ver.
Pero cuando me dan una cámara y me aseguran que son mis ojos, así como cuando me dan un espacio y me permiten desplazarme por él, a través de él, obedeciendo a la misma lógica espacio-sensorial que rige mi día a día, una inercia extrañamente familiar se apodera de mí y me situa ante mi cuerpo, desde mi propio cuerpo, entablando un diálogo entre dos posturas confrontadas por la escisión de una pantalla ¿Soy yo, realmente, quien registra estas imágenes o tan solo quien verifica el registro?
Sea cual sea el caso —esta es una cuestión que atenderemos más adelante—, no se me ocurre mejor forma de reconciliarnos con el registro de las imágenes que echar una ojeada a la registradora directa, a la cámara, que se presenta —o se representa, o se simula (Frasca, Gonzalo, 2003)—, a su vez, como un curioso juego semiótico; de tal modo que la unidad mínima de simulación no es otra que la de nuestros propios ojos.
Una cámara que limita su rango de movimiento bajo criterios fisiológicos, una cámara que puede ver igual que un ser humano, es la herramienta perfecta para explorar un espacio que quiere ser observado pero no profanado; que quiere ser comprendido pero no alterado. Nos encontramos ante una suerte de Noli me tangere (Nancy, Jean-Luc, 2006) anexado a una mirada asertiva y clemente: No me toques, no quieras tocarme: tan solo mírame como aquello que soy, como si la mirada, en calidad de un tacto distante (Berger, John, 2016), fuera la única capaz de aprehender los pliegues y texturas de la imagen que se erige en torno a nosotras.
Y es este fetiche ocular que a tantos niveles permea en esta tipología, el que me ha traído a pensar en lo minucioso de su gramática: no es el acto de girar la cámara el único que señala hacia mis ojos, pues ni siquiera lo hace plenamente por sí mismo. Lo que verdaderamente enrriquece la experiencia visual es el segundo eje de desplazamiento, ese travelling rudimentario que representa un caminar ficticio —con demasiada frecuencia y desentendimiento, diría yo—. Si esta experiencia se sostiene, y lo hace con bastante gracia, es por una imposición simbólica. Observar estas imagenes de bulto redondo sin moverse, aunque sea de manera referencial, sería como ver una película con los ojos tapados.
El cine sí, pero en su casa.
Por algún motivo —seguramente por muchos, rastreables en su mayoría—, hemos interiorizado una repulsa general hacia todo aquello que se asemeje al cine dentro del videojuego. Yo misma he arremetido de manera implacable contra las cinemáticas en textos pasados. He condenado su intromisión, su holgazanería y su condescendencia. Y a día de hoy sigo viendo estos problemas, desde luego, pero mi postura ha cambiado a un nivel elemental. Las cinemáticas raramente son cine, y si lo fueran, su idea del cine oscilaría entre lo infantil y lo perverso. Yo más bien las entiendo como una de las muchas formas de interacción que ofrece el videojuego. No solo es una dinámica videolúdica fundamental, sino que además, aceptarla como algo propio de este medio y de ningún otro, puede llevarnos por senderos aún inexplorados; senderos que convergen en obras como Cibele (Star Maid Games, 2015) o Her Story (Sam Barlow, 2015).
Se condena por activa y por pasiva que el videojuego aspire a seguir los pasos de su hermano mayor, el cine, pero se hace desde una posición que por ser demasiado cómoda, acaba cayéndose por su propio peso: se denuncian las cinemáticas como atisbos flagrantes de los vicios y pretensiones de las películas, siendo que este es un problema de mala praxis de lo propio y no de vaga imitación de lo ajeno. Si las cinemáticas no funcionan en un videojuego, no es porque sean demasiado cinematográficas ni porque estén demasiado alejadas del juego, sino porque no entienden su propia identidad lúdica y en su propio tropiezo hacen tropezar a todo lo demás.
En las cinemáticas impera, y esto es algo importante, el propio acto de mirar como mecánica. Pero de esto nunca se habla. En la tradición del medio, el acto de ver suele ir implícito, casi del mismo modo que el de desplazarse; no obstante, hay juegos que nos invitan a descodificar esas imágenes como si fueran puzles, con el propósito de encajar estas piezas en otros mecanismos lúdicos. Al final, esto no deja de ser una práctica configurativa, determinante en el juego. No inmediata, eso está claro, pero sí explícita a largo plazo.
Entender la mirada en su compleja corporalidad, tan compleja o más como la de los dedos que pulsan botones, es un paso adelante y una puerta abierta a la diversificación; a todas las diversificaciones que abarca el término. Nos hacen falta, más ahora que nunca, nuevas miradas.
La naturaleza audiovisual de Tacoma.
Era de esperar que, al entrar ciertos valores cinematográficos en contacto con el videojuego, ambos lenguajes experimentaran cambios. Me enorgullece decir que he sido testigo —al igual que muchas de vosotras— de una de esas metamorfosis en las que no se puede separar la representación de la simulación ni prima una por encima de la otra; una metamorfosis que ni constriñe con definiciones tradicionales ni se deja constreñir por estas. Quiero pensar que el juego del que estoy hablando, quizá uno de los más importantes del año, supondrá un antes y un después en el medio. Tacoma (Fullbright, 2017) es, sin lugar a dudas, un síntoma manifiesto de la revolución que, gracias a los videojuegos, se está produciendo en nuestro régimen escópico (Brea, José Luis, 2007).
Durante mi paso por la estación de Tacoma me percaté de un detalle que ya estaba presente en Gone Home (Fullbright, 2013) pero que, en este caso, le sentaba a la tónica del juego como un guante de seda. Cuando te asomas a las habitaciones y rebuscas entre sus vestigios, sus objetos abandonados, que no son más que la sombra de lo que en su día fueron, sorprende la forma que el juego te ofrece de escrutar estas reliquias. Atendiendo a la exactitud, en ningún momento coges los objetos; no los manoseas, no los utilizas, no te los guardas ni te los llevas de allí. Sencillamente, porque no son tuyos. Sin embargo, cuando haces zoom —porque no encuentro un nombre más preciso para este fenómeno— el objeto gira sobre sus ejes a tu antojo, sin restringirle a tu visión uno solo de sus píxeles. Su imagen se despliega ante ti sin fronteras, totalmente expuesta. Esta minucia —que no lo es tanto— esboza con un pulso encomiable el andamiaje que sostiene toda la obra.
Tacoma trata de mirar a un pasado que pese a sernos bastante cercano —temporal y espacialmente—, no deja de ser intocable. De ahí, precisamente, que nuestro paso por la estación no deje huella física alguna, que la narración se presente como una fantasmagoría tecnológica, como una casa encantada en la que vemos a los espíritus representar sus vivencias sobre unas ruinas, una y otra vez; una y otra vez. Después de todo, cuando las memorias se agoten, tan solo tendremos que pulsar el botón de rebobinado.
Estas reminiscencias se desbordan ante nuestros ojos en infinidad de direcciones posibles, motivo por el cual, el acto de encauzarlas —convertirlas en un flujo, narrativizarlas a medida— viene dictado por el modo en el que cada jugadora hace uso de la interfaz de reproducción. Dicho de otra forma: nosotras construimos nuestra propia historia en la medida en que podemos controlar, desde diversos frentes, lo que vemos y, más importante aún, cómo lo vemos. En esta ocasión, dejo de buscarme en el espejo porque descubro que en realidad es un cristal; que soy al mismo tiempo quien sostiene la cámara y quien lo presencia todo a través de sus ojos.
Aquella idea condescendiente de la espectadora pasiva da todo un vuelco en esta obra, que nos situa en dicho rol dentro del propio videojuego para hacernos saber que esta historia ya está escrita y que no estamos en posición de reescribirla en primera persona, pero sí de reconstruirla. Es decir, se eleva la acción de la obra a una correspondencia escópica, atravesando personajes —y dejando que ellos nos atraviesen— como si perteneciéramos a mundos distintos y la única forma de entablar contacto con ellos fuera a través de un telescopio, siempre desde la dicotomía de la espectadora y el espectáculo.
Este proceso de hibridación tira una piedra importante en lo relativo a la herencia cinematográfica del medio, de tal suerte que aquello propio del juego o del cine, ya no es ni una cosa ni la otra ni se puede distinguir. Mover un joystick para desplazarse no solo simula el acto de movernos. A estas alturas de la película, mover el joystick implica aprehender la espacialidad de una imagen y consecuentemente, abrirnos a narrativas de simultaneidad —referente a tiempos, a roles o a lo que sea—, así como a nuevas estructuras del hiperespacio (José Antonio Mayoral (Coord.), 2006). La pertinencia del control de la cámara, por otro lado, es indiscutible: la pieza audiovisual se revela lúdica en el momento en el que nosotras somos las que, en un entorno de simulación, filmamos la imagen —filmar la imagen realizada o realizar la imagen en el proceso, eso es algo que con esta expresión dejo intencionadamente en el aire—. Y lo hacemos nosotras, sin excepción, porque la cámara tiene como punto de referenica nuestro cuerpo.
Este abanico de significaciones sería inconcebible si no se hubiera dado el paso de convertir el reproductor, el eje práctico y simbólico del visionado fílmico contemporáneo, en un instrumento tan explícito de la visión, yendo más allá de lo implícito de la pantalla. Dicho sea de paso, considero que Tacoma ha dictado el camino hacia un cambio radical en la forma de entender las cinemáticas. Este modo de plantear fragmentos enteramente audiovisuales como lo que son, encajando el modificador metavisual como el foco de su sistema, me lleva a pensar que puede, y solo puede, que el videojuego esté despegando las pestañas y abriendo los ojos a su propio contexto: a una cultura digital fantástica, imparable e infocular hasta los huesos.
Conclusión.
Mi objetivo con este texto era hacer una aproximación a los restos del lenguaje cinematográfico que se filtran, ni para bien ni para mal, en el videojuego, y de este modo plantear una perspectiva que pueda llegar a lubricar un poco el archiconocido debate de las cinemáticas. He utilizado un ejemplo que ilustra de maravilla el asombroso poder visual del que goza el medio, enmarcado en un género que tiende a favorecer las propuestas que se arrojan a la escopofilia como filosofía de diseño. Todo esto para demostrar que el videojuego está empapado del cine, y que no por injertar este lenguaje en sus propias dinámicas lúdicas, pierde su identidad como tal.
Es hora de desatarse de las lindes de un medio que se ha forjado en un entorno multimedia e hipertextual. No podemos ni debemos ignorar la naturaleza virulenta de sus manifestaciones: todo lo que entra en contacto con el videojuego en un contexto digital se impregna de él y deja su rastro. Que estas ramificaciones de la cultura visual se conviertan al fin en el núcleo de los nuevos imaginarios lúdicos, debería sentar discurso. Qué menos se puede exigir a un medio que lleva la palabra vídeo en su propio nombre.
Referencias.
Ebeling, Knut y Didi-Huberman, George. (2007). El archivo arde. Berlín: Kadmos.
Frasca, Gonzalo. (2003). Simulation versus Narrative: Introduction to Ludology. New York: Routledge.
Nancy, Jean-Luc. (2006). Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Madrid: Trotta.
Berger, John. (2016). Modos de ver. Barcelona: Gustavo Gili.
Brea, José Luis. (2007). Cambio del régimen escópico: del inconsciente óptico a la e-image. estudiosvisuales, ¿Un diferendo “arte”?, 4. Recuperado de: http://estudiosvisuales.net/revista/pdf/num4/JlBrea-4-completo.pdf
José Antonio Mayoral (Coord.). (2006). Teoría del hipertexto. La literatura en la era electrónica. Madrid: Arco Libros.