Hitman y el crimen como experiencia espacial.

Un joven turista ojea con interés uno de tantos puestos de especias de una ajetreada plaza de Marrakech. El calor del mediodía y la intensa mezcla de olores que sobrevuela el tenderete le nublan la mente por lo que, incapaz de decidirse, opta por ir a tomar un refresco a alguno de los bares cercanos, buscar refugio en la sombra. De camino, al tiempo que atraviesa una caótica marabunta, cruza un par de tiendas de alfombras, varios expositores de móviles en oferta y una oscura galería donde flotan cientos de farolillos de colores y consigue evadir al insistente tendero, que se afana por colocarle algún artículo —pues le asegura que no encontrará ningún otro lugar igual de bueno, bonito y barato—. A lo largo de todo el trayecto hacia la irresistible lata de refresco que le calmará la sed, el joven se ha movido también, y sin notarlo, entre algunos soldados, camareros, empleados gubernamentales, mecánicos, reporteros de televisión y hasta un misterioso mendigo disfrazado de adivino.

Vive una vida normal, sin sobresaltos.

El joven no lo sabe, pero forma parte de un mecanismo bien engrasado. Un engranaje de reloj que gira sin descanso, que le atrapa en una rutina inconsciente y le llevará de vuelta al mismo tenderete, a la misma sensación de agobio, al mismo recorrido. Una y otra y otra vez. Así funcionan —la mayoría de— los juegos de la serie Hitman (IO Interactive, 2000-2016): más que escenarios, niveles, objetivos y misiones, son toda una infraestructura jerarquizada. Un universo simplificado, en el que la posición vertical relativa de cada uno de sus habitantes es la que rige su estar en el mundo y, por extensión, sus posibilidades. Una pirámide en cuya base se mueve la masa útil y productiva, los anónimos, abejitas como ese turista. Gentes ajenas a las fuerzas que se mueven sobre y alrededor de ellos dictándoles cómo actuar y moverse, que entregan sus actitudes y pensamientos a unas dinámicas que no comprenden mientras asisten a fiestas nocturnas, toman copas en el bar de un hotel, protestan ante una embajada, se tuestan al sol en playas italianas o practican yoga en un exclusivo onsen japonés. Su cometido es el de hacer vida, servir de masa crítica y combustible, desplazarse constantemente y servir de matriz para que el resto de componentes del sistema puedan desarrollarse. Simplemente, estar.

Hitman
Cientos de desconocidos van y vienen entre los puestos de un mercado en Marrakech.

Ya a partir de estos dos grupos puede identificarse, en el ensayo simplificado del mundo que supone Hitman, una representación de lo que el arquitecto Bernard Tschumi acuñó como secuencia: el comportamiento predecible de los habitantes en un espacio delimitado. Un concepto espacio-temporal de aparición constante en su obra y que establece las relaciones de ocupación de un lugar respecto a un tiempo medido, creando así tipologías habitables. Básicamente, qué puede y no puede hacerse en según qué ámbitos. En este sentido, son aquellos personajes arquetípicos del segundo nivel y su misión organizadora los que regulan el flujo de cuerpos en el espacio del juego, los que juzgan si un determinado acto es aceptable o no en tanto se desarrolle según el código de conducta adherido a una vestimenta u otra y esta esté en concordancia con el entorno inmediato. Por tanto, un camarero podrá manipular comida y bebida ajena sin levantar sospechas y a un empleado de mantenimiento se le permitirá trastear con un enchufe cercano a un charco, pero no al revés, pues no se correspondería. Además, en el caso del camarero, si lleva chaqueta roja no podrá servir a los clientes más importantes, que será tarea de los que visten de negro. Por todo ello, es evidente que las relaciones entre los personajes, tanto verticalmente a través de los estratos como horizontalmente entre los miembros de un mismo nivel, son violentas, no en el sentido de acto físico y emocionalmente destructivo, sino como choque de órdenes, conductas y jerarquías.

Hitman
El avatar de Hitman, vistiendo uniforme militar, se adhiere al segundo nivel de la pirámide, al tiempo que pasa desapercibido entre los cientos de ocupantes de la base.

Y es que un escalón por encima, justo por debajo del vértice y cerrando el sistema compositivo de Hitman, existen los que han sido agraciados con nombre y apellidos, las grandes personalidades para las que todo lo demás se mueve, la pieza clave, la piedra angular. Son minoría, el 1 %, grandes estrellas, influyentes millonarios, emisarios de un mundo oscuro y oculto que habla de tramas empresariales, mafias globales, extorsión, terrorismo y geopolítica: el espacio exterior. En su nombre se ejecuta la violencia espacial, haciendo que el entorno sirva a un propósito determinado, disfrazándolo de una pretendida seguridad hacia los estratos inferiores de la pirámide. Mientras cada pieza esté en su lugar, todo el mecanismo puede girar de manera eficiente y sin detenerse, seguir su curso para que así estos poquísimos individuos puedan maniobrar a placer, sin ataduras, y constituirse como el poder. Desobedecer las normas espaciales es, entonces, toda una contestación a la autoridad. El propio Bernard Tschumi, una vez delineada su teoría de relaciones entre un espacio y los cuerpos que alberga, sentencia: «Para apreciar realmente la arquitectura uno debería probar a cometer un asesinato[1]». Y, en lo de asesinar, nadie supera al Agente 47.

Hitman
La arquitectura se define por las acciones que en ella tienen lugar, que varían en función del espacio y su influencia, tal y como se ilustra en uno de los Advertisements for Architecture de Bernard Tschumi.

Gracias a ello, el protagonista y avatar de Hitman es, al mismo tiempo, vértice de la pirámide y ajeno a la misma. Puede pasearse por el espacio como un anónimo, coexistir como uno más en esa marea de nadies, partículas cuánticas que vibran monótonamente hasta que chocan con el calvo trajeado, invisible hasta entonces, para existir durante un breve instante, lo justo para cruzar la pantalla de lado a lado, el momento más determinante de su vida. Puede entrar y salir de cualquier asociación, ahora ser bedel, un minuto más tarde, botones y, algo después, un hacker informático debido a que, en esencia, 47 no es nadie y al mismo tiempo es cualquier persona, ya que posee una infinita capacidad para adherirse al conjunto arquetípico que necesite según la ocasión. Su única limitación es la del nombre, pues no puede constituirse en individuo, debe permanecer indefinido para actuar como un agente libre, ajeno al sistema, a la manera de los también llamados agentes en la trilogía de Matrix (hermanas Wachowski, 1999-2003), con los que comparte una prácticamente infinita capacidad de control. Seres absolutos y omniscientes: pura presencia.

Paralelamente, en el aspecto físico, frente a la limitación horizontal del resto de habitantes de la pirámide, el agente 47 es portentoso y vertical. Cualquier oportunidad de movimiento le es aprovechable, ya sea superando barreras y vallados, trepando por canalones o descolgándose por cornisas. Los códigos y normas de utilización espacial no se le aplican. Entrará por una ventana y paseará por los tejados, ignorará las advertencias de seguridad, salvará cualquier cerradura, atravesará pasos subterráneos y todo ello, si así lo decide, sin dejar constancia de sus actos pues, en contra de otros compañeros de género —el de sigilo e infiltración—, no está condicionado por la oscuridad ni limitado a la esquina o la distancia. El agente 47 puede estar escondido a simple vista, ser un árbol más en el bosque. Mientras exista una correlación entre su apariencia, su actividad y el espacio que ocupa, será uno más o, lo que es lo mismo, invisible. Solo unos pocos privilegiados podrán identificarlo, aquellos sobre los que flota un puntito blanco, marcándolos como especiales y, por tanto, poniéndolos en peligro. Pues si algo enseña Hitman es que, para sobrevivir en el mundo, lo mejor es, literalmente, mirar hacia otro lado. Seguir con la rutina, no salirse del papel, no alterar el orden de las cosas.

Hitman
El agente 47 habita el entorno de manera tridimensional, impulsándose en una verticalidad que viene dada por su negación a las normas del espacio.

Lo que la doble superioridad del Agente 47 pone de manifiesto e ilustra, tanto en lo físico como en lo existencial, es que el crimen no es sino otra forma de utilizar el espacio[2]. Así lo expone Geoff Manaugh en su Guía urbana del ladrón (traducción libre del autor), donde investiga la forma especial en que los criminales se sirven del entorno construido para llevar a cabo sus planes. En sus conclusiones, Manaugh sitúa esta forma de servirse del espacio como separador del habitante pasivo del activo, estando el primero ligado a las reglas inherentes al mismo y el segundo liberado para ejercer la creatividad ocupacional, diseñadores dinámicos del mundo que les envuelve. Esto es así porque, al crear su propia forma de servirse de lo físico, los delincuentes sacan a relucir sus suturas, evidenciando la potencialidad desaprovechada en la relación entre una ciudad y sus habitantes[3]. Son muchos los juegos que, consciente o inconscientemente, se sirve de estas ideas para situar al jugador en una esfera superior al de sus convecinos: Deus Ex (DD.VV., 2000-2016), Assassins Creed (Ubisoft Montreal, 2007-2015) o Mirror’s Edge (EA Dice, 2008), por ejemplo. De entre todos ellos, ninguno consigue profundizar tanto en la idea como Hitman.

A los mandos de 47, el jugador tiene total libertad para decidir cómo actuar. Lejos de esas estructuras narrativas basadas en decisiones, con pretendidas ramificaciones que en general nunca llegan a aportar verdaderas oportunidades de definición, la saga del Mortadelo de la muerte deja que sea quien dirige los pasos del protagonista quien defina su repercusión hasta las últimas consecuencias. Así, puede ser magnánimo, actuar con discreción y centrarse exclusivamente en sus objetivos, alcanzando así la excelencia profesional en la ficción y la performativa al otro lado de la pantalla. O puede ser una fuerza de la naturaleza, destructor, ecuánime e inmisericorde, improvisando una slasher en la que cualquiera puede ser víctima y herramienta de la diversión más visceral, esa que ignora las puntuaciones.

Si se decide por la primera opción, todo seguirá su curso: el joven turista del inicio conseguirá por fin hacerse con su ansiada lata de refresco, fría, burbujeante y deliciosa bajo un sol que parece estar castigándole por crímenes de una vida pasada. Seguramente se la beba mientras descansa apoyado en unas cajas apiladas entre los tenderetes o sentado en una silla de plástico blanco que parece abandonada. Entretanto, pensará en su próximo viaje, cuál será el destino, contemplando vagamente durante unos minutos a toda esa mezcla de gentes, ese choque de órdenes que vibran sin descanso, cuya influencia recíproca ignoran. El mundo, lo llaman, sigue girando, minuto a minuto, sin que pase nada reseñable, y la vida, una suma de eventos encadenados y sedimentados en el tiempo. Todo está en su sitio, todo funciona, todo sigue su curso.

Si, por el contrario, el jugador optara por la otra vía y dejar constancia de sus actos firmándolos con un agujero de bala en una sien, una puñalada en un vientre o agua de inodoro en unos pulmones, las consecuencias podrían ser terribles. En solo un instante, el mecanismo se detendría en seco y explotaría en una deflagración de gritos, disparos y desorden. Puro terror, sembrado y cosechado en segundos, que haría que la pirámide se desplomase, se diera por finalizada la función y cada una de las piezas entrase en contacto consigo misma. Y, entonces, aquel joven vería las costuras de la realidad y el espacio sería una suma de rincones, parapetos y refugios entre los cuales intentaría salvarse y escapar. Sobrevivir, con la esperanza de que todo quedase, al menos para él, en un susto. Pero quedaría el miedo en los anónimos, la desconfianza en los uniformados y la paranoia en esos pocos elegidos que se refugiaban en la ficción del control y la norma, de la vigilancia y la opresión, del espacio y su dirección.

Y nada volvería a ser como antes.

El joven turista busca su lata de refresco.

Corrección de estilo: Raquel Acereda

Referencias:

[1] “To really appreciate architecture, you maye ven need to commit a murder”. TSCHUMI, B. (2012). Red is Not a Color. Architecture Concepts. Nueva York: Rizzoli International Publications, INC.

[2] “Crime is just another way to use the city”. MANAUGH,G. (2016) . A Burglar’s Guide to the City. Nueva York, Farrar, Straus and Giroux.

[3] Al lector/a que quiera profundizar en estas ideas, le recomiendo investigar la disciplina de la psicogeografía. Un buen lugar para comenzar es la obra de Collin Ellard, en especial su reciente Places of the Heart (2015).