No poca gente cree que el medio más cercano al videojuego es el cine. Ya que comparten no pocos rasgos (imagen, sonido y montaje), aunque difieran en el más importante (la interacción), tiende a verse entre ellos un aire de familia que ha llevado al videojuego a adoptar ciertas formas propias del cine. Nada raro hasta aquí. A fin de cuentas, imitar los usos del cine desde el videojuego es bastante sencillo. El problema es que el cine no es el medio al que más se parecía en origen. Dadas las limitaciones técnicas con las que nació, el medio al que más se parecía era la ópera.
Esto puede parecer contraintuitivo. Y de hecho lo es. Pero si lo pensamos con calma, si tenemos en consideración que mucho antes de los vídeos y las cámaras dinámicas todo era un plano fijo y fundido a negro (que, porqué no, bien podría ser la versión videolúdica del telón), entonces se hace evidente cómo se emparentan estos dos medios. Incluso también cómo lo hace con el teatro. Pero si consideramos que parte esencial del videojuego ha estado también en la música, en la integración del máximo de disciplinas artísticas posibles —en lo que Richard Wagner llamaría Gesamtkunstwerk, u obra de arte total—, entonces la ópera es la primera forma artística en adelantar el auge totalizador del videojuego.
Pero eso fue así en el pasado. En algún tiempo lejano que ya se ha perdido en favor de la influencia del cine. Entonces, ¿cuán atrás tenemos que volver para encontrar esos paralelismos operísticos en el videojuego? Pues no demasiado. Nos basta con volver a la cuarta generación de consola.
Nos basta con volver sobre Final Fantasy VI (Square, 1994).
Esta puede parecer una elección extraña. Final Fantasy VI no supuso ninguna clase de cambio radical en términos tecnológicos con respecto de otros títulos de la saga. Pero la clave esta no en mirar en sus valores de producción, sino en sus recursos humanos. En la gente que estuvo involucrada.
Final Fantasy VI fue el primer juego de la saga que no dirigió su creador, Hironobu Sakaguchi. En su lugar se designaron dos miembros relativamente jóvenes de departamento de diseño, Yoshinori Kitase y Hiroyuki Ito, que se encontraron de repente dirigiendo a pesos pesados como Yoshitaka Amano, Nobuo Uematsu o el propio Sakaguchi —aunque, este último, sólo en tareas de producción— a la par que todo un equipo de jóvenes talentos del departamento de arte, con Tetsuya Takahashi (actual presidente de Monolith) y Tetsuya Nomura (actual director de la saga Kingdom Hearts) a la cabeza. Todo un dream team que requería una dirección a la altura de su talento.
Como es lógico, la elección de dos directores, y de específicamente esos dos, no fue ningún capricho. Con dos directores se podía ejercer una estricta separación de las labores: por un lado, Kitase, se encargaría de toda la historia y el mundo detrás del juego, y por otra, Ito, se encargaría de todo el diseño jugable del mismo. Algo que nos remite automáticamente al mundo de la ópera.
Aunque en la ópera existen infinidad de personas involucradas en llevar a buen puerto la obra, el núcleo de la misma se podría resumir en dos papeles fundamentales: el músico y el escritor. Mientras que coreógrafo, escenógrafo y maquillador dependen de cada representación de la obra en particular, pudiendo cambiar de forma espectacular de una a otra representación, música y poesía es siempre la misma. Salvo excepciones puntuales, la ópera sigue siendo la misma, incluso si no es exactamente igual, por más que cambiemos coreografías, escenarios, maquillaje, iluminación o vestuario.
En resumen, los únicos elementos necesarios para que una ópera sea siempre la misma es su música y su libreto.
Si pensamos en eso en términos abstractos, no resulta difícil ver donde está el parecido con el videojuego. Y con Final Fantasy VI en particular. En la ópera la música es lo mecánico, aquello que impone la posibilidad de la existencia misma del medio (pues su rasgo dominante es la musicalidad), mientras que el libreto es lo narrativo, aquello que nos narra explícitamente una historia. Exactamente igual que en el videojuego. Donde el diseño jugable sería el aspecto mecánico, el guión sería el aspecto narrativo. Son dos aspectos que van por separado, pero que se complementan al confluir en un todo coherente. Algo que nos devuelve de nuevo a la ópera.
En la ópera lo más común es que músico y libretista no sean la misma persona. Pero a pesar de ello, tanto la música como la historia y la letra de las canciones confluyen en un todo coherente. ¿Por qué? Porque, si bien son dos aspectos autónomos que pueden funcionar por sí mismos, están concebidos para ir juntos. Para crear sinergias. Sólo cuando los actores cantan el libreto sobre la música interpretada por la orquesta podemos decir que estamos ante la representación de una ópera. Pueden tener un valor por separado, pero sólo como música o poesía, nunca como ópera.
De ahí el sentido de tener dos directores trabajando cada uno en un aspecto del juego. Es como si Kitase hiciera el libreto e Ito la música. Ninguno de esos dos rasgos es preeminente. Ni sus mecánicas podrían existir sin su narrativa ni su narrativa podría existir sin sus mecánicas: son dos elementos diferentes que, al ponerse en común, crean un todo superior a la mera suma de sus partes.
En cualquier caso, los paralelismos entre ópera y videojuego son más que explícitas en Final Fantasy VI. No por nada una de sus escenas más recordadas transcurre, precisamente, durante una representación operística.
Antes de sacar ninguna conclusión al respecto, pongámonos en situación. Llegados un punto de la historia nuestro equipo necesita una nave y, por una serie de circunstancias afortunadas, el poseedor de la única nave del mundo pretende hacerse con los favores de una famosa cantante de ópera llamada María. Como resulta que una de las protagonistas, Celes, tiene un parecido más que asombroso con María, el grupo decide que la sustituya al final de su actuación y, aprovechando la confusión, el resto podrán colarse en la nave para pedirle amablemente que les preste su nave en lo que dura su misión.
Como cabía esperar, todo sale mal. Pero lo verdaderamente impresionante es como integran narrativa y jugabilidad en un todo coherente.
Por circunstancias varias, Celes debe sustituir a María durante la actuación. Eso hace que el grupo se divida, teniendo a Celes preparándose para actuar mientras los demás asisten al espectáculo desde el patio de butacas. Pero, al estilo teatral, incluso antes de que empiece el espectáculo aparece Ultros, un pulpo morado que ejerce de villano menor recurrente durante el juego, anunciando su disposición de arruinar el plan de nuestro grupo. Pero, ¿a quién se lo anuncia? No al grupo, que está entrando a ver la obra, sino a nosotros, que estamos asistiendo a la farsa.
La ópera en sí acaba de dar comienzo.
Si esta escena es prodigiosa y recordada por todos los que la han jugado es por la fusión de elementos de ambos medios. Por la integración de los tropos de la ópera en la propia lógica ludonarrativa del juego. Porque no sólo introduce toda una serie de giros narrativos, sino que los acompaña también de un andamiaje mecánico.
Resumamos lo que ocurre. Nuestro grupo asiste a la representación, pero, cuando aparece Celes, pasamos a controlarla a ella. Debemos seguir los pasos que debe hacer y recordar sus líneas: tenemos que elegir lo que cantará a través de un menú contextual. Después, en el descanso, tendremos el control del grupo, que descubrirá en plan de Ultros gracias a una nota de este en el camerino de María, momento en el cual tendrán que alcanzar el sobretecho, no caer de él y encarar a Ultros. Momento en el que caerán igualmente, interrumpiendo la obra en el momento en que dos hombres se pelean por el amor de la protagonista. Y ahí llegamos al clímax de la obra. De las dos. Locke, protagonista del juego e interés amoroso de Celes, se declara el tercer hombre en discordia dispuesto a derrotar al malvado Ultros, que quería acabar con la protagonista. Tras derrotarlo el público enloquece, aparece el dueño de la nave dispuesto a secuestrar a María sin saber que en realidad es Celes y el grupo aprovecha para colarse en la nave.
Si la escena funciona tan bien es porque es perfecta narrativa y mecánicamente hablando. Integra los tropos de la ópera y la teatralidad dentro de la experiencia interactiva de un videojuego. Algo a lo que ayuda todas sus limitaciones técnicas. Su versión MIDI de una ópera real, la elección de líneas de diálogo para cantar y los fundidos a negro cada vez que cambiamos de escena, hacen más teatral la experiencia. Como si, tras cada fundido, lo que estuviera pasando es que alguien ha bajado el telón para poder cambiar la escenografía utilizada en cada escena.
No es ya que veamos representada una ópera en medio de un videojuego, es que representamos varios papeles de una ópera en medio de un videojuego. Tanto con Celes sustituyendo a María como la improvisación de Locke y el grupo cuando deben acabar con la amenaza real que supone Ultros, controlamos, indirectamente, que la representación de la obra llegue a buen puerto.
El juego nos involucra como actores en una obra cuyo papel debemos improvisar a partir de las pautas que hemos ido utilizando hasta entonces.
El encanto de la escena de la opera, de todo Final Fantasy VI en general, es que no necesita cinemáticas para contarnos una historia. Tampoco complejos juegos de cámara, montaje o voz. Necesita música MIDI, un 2D con un diseño espectacular y tanta y tan buena narrativa detrás —no por nada la totalidad del equipo estuvo involucrada en el desarrollo de personajes, aunque Kitase sería quien concebiría todos los hitos clave de la historia— que, con la inclusión de un sistema mecánico a la altura, todo lo demás le sobra. No lo necesita. Final Fantasy VI, como la ópera, es su narrativa y su mecánica. Lo que cuenta y cómo lo cuenta.
Porque podríamos centrarnos en miles de pequeños detalles. En la infinitud de referencias veladas hacia el teatro y la ópera italiana del renacimiento hasta el barroco. En las referencias a Star Wars. A la psicología, la filosofía o la cultura humanística en general. Pero incluso obviando todo eso, Final Fantasy VI sigue funcionando. Su armonía entre narrativa y mecánica le hacen un juego rayano la perfección, incluso si lo desposeemos que todo el perfecto trabajo artesanal que tiene detrás en forma de un excelente equipo de artistas y programadores.
Con todo, es de ese modo como arroja luz sobre el problema esencial del videojuego contemporáneo. En vez de dejarnos vivir los momentos álgidos, de hacernos sentir parte de la derrota del enemigo o de la inevitabilidad de su plan maestro, cortan la acción y nos ponen un vídeo. Nos escamotean la mecánica narrativa propia del videojuego. Porque el vídeo es la mecánica básica del cine, pero la del videojuego lo es la interacción. Que sea el jugador el que intervenga el mundo. Interrumpirnos para ofrecernos la versión más «espectacular» de los sucesos no aportan algo, sino que nos lo arrebata.
Con todo, existen juegos que todavía entienden esto. Dentro de lo que cabe, incluso si a partir de Final Fantasy VII el grueso del peso dramático cae sobre las cinemáticas, Final Fantasy siempre ha procurado respetar ese tono operístico. Grandilocuente. Esa fusión estricta entre lo narrativo y lo mecánico. Pero con las mejoras tecnológicas y los presupuestos cada vez mayores se ha perdido algo. Se ha perdido el riesgo.
Ahora resultaría inconcebible involucrar a todo un equipo en escribir los personajes protagonistas o tener dos directores para que pudieran depurar al máximo tanto la narrativa como la mecánica. Incluso el hecho de hacer una ópera jugable se consideraría una extravagancia innecesaria.
Pero eso no significa que los artistas piensen igual. Que crean que todo puede y debe comunicarse a través de cinemáticas y un diseño mecánico cada vez más desconectado de lo que senos está narrando. Tetsuya Nomura, el director original de Final Fantasy XV (Square Enix, 2016), quiso convertir el juego en un musical tras ver la adaptación fílmica de Los Miserables. Algo que, por supuesto, rechazaron de pleno. ¿Cómo convertir Final Fantasy XV en un musical, acercarlo, de nuevo, a la ópera, cuando eso es arriesgar cientos de millones en una industria que se ha profesionalizado hasta el punto que cualquier riesgo debe primero pasar por los cálculos que tengan a bien hacer en el departamento de contabilidad y marketing?
Si Final Fantasy VI sigue en la mente de todos los fans es porque es una rareza. Una exquisitez. Una obra que entiende que el videojuego, como la ópera, es cosa de dos sostenida por muchos: es una mecánica, una historia y todos aquellos que, entre bambalinas, la visten y le dan esplendor.
Hoy sólo parece que nos acordamos de aquellos entre bambalinas. Y ni siquiera. Es como si, de la ópera, sólo nos hubiéramos quedado con el productor y el contable. Por eso, de vez en cuando, es bueno revisitar los clásicos para comprobar qué nos pueden decir sobre el medio. Qué nos pueden decir sobre aquello que sigue ahí, durmiente, porque no se puede matar el espíritu regidor de ningún medio artístico.