Conocido es uno de los rumores que habría dado origen al nombre de la serie Final Fantasy: Squaresoft se encontraba en un mal momento financiero y el bautizo habría estado inspirado en el desesperado deseo de hacer de aquella obra, que se temía la última, una gloriosa despedida. Por supuesto, el resultado estuvo lejos del fracaso y el primer Final Fantasy (NES, 1987), lejos de suponer un desenlace, se convirtió en el comienzo de una saga importantísima de videojuegos, en lo que al género RPG corresponde.
Curiosamente, el enigma de la palabra final en el título tuvo como revés absoluto al entonces diáfano concepto que la acompañaba, fantasía. Este primer Final Fantasy se encontraba enmarcado en un mundo autónomo, de clara filiación medieval, en el que la inserción de elementos mágicos y míticos lo acercaban a la corriente de la fantasía épica. Semejante estética se mantuvo en los primeros cinco títulos, hasta que su sexta versión cambió el paradigma.
Final Fantasy VI aún mantenía la magia y el mito como elementos centrales de su propuesta, pero sus concepciones en la historia habían dado un impresionante giro. Su mundo se nos presentaba inicialmente a través de la tragedia de Terra, última joven capaz de usar magia de manera natural, quien había sido esclavizada por un imperio que pretendía revivir este poder a fin de instrumentalizarlo.
Final Fantasy VI desbordó el arquetípico principio de enfrentamiento entre el bien el mal que hasta ese momento era característico de la saga, pero que para entonces estaba anquilosándose. Tecnología y magia, amor y odio, materialismo y trascendencia, esperanza y cinismo, destrucción y (re)creación… Final Fantasy VI planteó dicotomías para todos los gustos, ninguna con una resolución obvia o sencilla. Sin embargo, la propia historia del juego no logró desarrollar muy bien su dicotomía entre los títulos que la antecedían y sus rasgos distintivos. La extraordinaria experiencia de Final Fantasy VI, desde la sobria paleta de colores hasta la majestuosa banda sonora de Nobuo Uematsu, es deprimente, solemne, adusta. Oscura, si se quiere.
Esto, por supuesto, no es un defecto, pero tampoco una virtud. Del medievo de Fantasía, en el que la magia formaba íntegramente parte del mundo, se había llegado a una industrialización en que se la discutía como bien de consumo, herramienta o valor premoderno. En otras palabras, la Fantasía fue corazón de los primeros Final Fantasy; en los siguientes, importó su cuestionamiento.
Semejante camino recorrió Final Fantasy VII (Playstation, 1997), que presentó sus primeras horas de juego en un escenario que parecía remitir a una distopía cyberpunk. Los primeros conflictos en la ciudad de Midgar, en efecto, tenían que ver con el hacinamiento y la pobreza, la polución, el abuso de poder de las megacorporaciones y el terrorismo como expresión de subversión política y social. Había magia, por cierto, pero hasta esta presencia estaba afectada por los nuevos moldes. Ésta funcionaba ahora través de pequeñas piedrecillas llamadas Materia, que podía incrustarse en armas y armaduras para proveerle a sus usuarios de poderes. Es decir, se trataba de una operación de sistematización, en el que la magia ya no fluía de manera natural en sus portadores, sino que debía ser incorporada como un accesorio.
Desde luego que esta visión se tornaba más compleja y simbólica al avanzar la aventura, sobre todo al conocer el pasado de Aeris. Es más: tras las primeras horas de juego, al fin se podría salir de las agobiantes fronteras de Midgar y comprobar, no sin asombro, que había un mundo entero de llanuras verdes y cielo azulado por recorrer. Hay algo particularmente dulce y maravilloso en la llegada a Kalm, primer pueblo, y la visión de esas casas de arquitectura alemana al son del tema Ahead On Our Way: por fin se hacía presente la calidez de la vieja Fantasía de sus predecesores, tan necesaria como contraste al crudo relato que nos sería narrado en la posada y que daría verdadero inicio a la historia del juego.
Pero ni siquiera este evento conseguiría disimular lo obvio: Final Fantasy había abandonado la Fantasía de raigambre medieval y buscaba otras estéticas.
La confirmación de estos cambios llegaría con Final Fantasy VIII (PlayStation, 1999), que en su delirio de establecimientos educacionales voladores y trenes submarinos, entre otras cosas más importantes, acercaban al juego a la ciencia ficción, o a lo más a una fantasía urbana bastante osada. Por supuesto, la magia seguía presente, y con una vinculación muy deudora del enlace con los Espers de la sexta entrega. Pero, curiosamente, por las mecánicas del juego, la magia se necesitaba en ingentes cantidades para mejorar los números del estatus de los personajes. Como consecuencia, hacer un uso constante de sus poderes, como en los títulos anteriores, suponía perder rendimiento. Esta anomalía se sumaba a otros factores, como el hecho de que el peligro de la Hechicera Edea se presentara inicialmente más desde su figura política que desde su naturaleza como tal, o un énfasis en los vínculos de amor y amistad en los personajes antes que en grandes conflictos épicos de la forma en la que se habían desarrollado antes.
Es curioso que estos dos Final Fantasy de PlayStation, que dieron origen a muchísimos nuevos seguidores de la saga, fueran los que más se apartaran hasta entonces de algunos de los principios básicos de la Fantasía. ¿Por qué? No creo que haya una sola respuesta. Una tentativa es plantear que esta distancia se debió en buena parte a una obsesión por simplificaciones de términos como oscuridad o madurez. Un cambio de consola —y de compañía— debía presentar cambios radicales. Nintendo, que poseía como una de sus mejores obras al fabuloso Super Mario RPG, parecía representar una visión muy particular de la Fantasía: ingenua, llena de humor, cercana en sus conflictos al cuento de hadas, como lo analicé en el número Literatura y videojuegos de Presura (Presura #8). Sony apuntaba a un público que buscaba otras sensaciones y temas. Y parte de este público debió haber quedado cautivado por la propuesta de Final Fantasy VII y VIII, quizá por la creencia implícita de que la Fantasía debía cambiar también de acuerdo a los tiempos.
Pero entonces llega Final Fantasy IX (Playstation, 2000), interpretado como un regreso a los orígenes. De la saga en su calidad de videojuego de larga trayectoria, sin duda, pero podría decirse también que de la visión de la Fantasía con la que comenzó sus andaduras, e incluso de la propia Fantasía como expresión estética.
La propuesta de Final Fantasy IX, en pocas palabras, parecía ser presentar una experiencia de RPG en la línea clásica de la serie, pero remozada desde los avances técnicos que ahora podía proveer Squaresoft. El juego no sólo presentaba numerosos guiños a títulos pasados, más o menos explícitos, sino que retomaba mecánicas, personajes y temas desplazados con un nuevo enfoque. El mundo volvía a los escenarios de inspiración medieval, sólo que ahora con un nivel grandioso de detalle, que nos permitía recorrer en toda su expresión urbana esas calles antes genéricas en su limitación de pÍxeles. Los espacios salvajes no le iban en zaga: imponentes paisajes llenos de atractivas rutas que explorar y que lograban realzar una sensación de profundidad ya esbozada en sus antecesores inmediatos.
En cuanto a argumento, Final Fantasy IX procuraba aunar la complejidad (por ser generosa y no decir embrollo) de argumento y de personajes que ya se había vuelto una costumbre en las entregas previas con el espíritu inocente y arquetípico de los primeros títulos de la serie. Naturalmente, esta complicada mixtura no tuvo el mismo resultado para todos los jugadores. Aun cuando este título es muy bien valorado por algunos, para otros no fue más que una curiosa transición para el entonces esperado de Final Fantasy X. Se reitera constantemente en las comunidades de fanáticos que se trata de uno de los títulos menos valorados de la saga, pero ni esa insistencia parece ser muy productiva hoy en términos de relecturas y redescubrimientos, fuera de algunos artículos aislados o hilos dispersos en foros.
Creo que parte de lo que podría explicar esta renuncia a acercarse desde nuevos enfoques al juego puede deberse a dos situaciones, por desgracia ambas popularizadas por la cultura popular estadounidense (o metropolitana, para el caso): la idea de la nostalgia exclusivamente como un bien de consumo y la preferencia actual por una expresión de la Fantasía cada vez más cruda o sistematizada, más cercana a la historia, al espectáculo morboso o un juego de estrechísimas reglas, que a la imaginación y al arte.
Ambas situaciones se originan en la degradación de sus referentes. La nostalgia es empleada como un elemento de mercadotecnia, que permitiría conectar al potencial consumidor con un pasado glorificado a través de productos que buscan generar un sentimiento de identificación sentimental. Esta visión se opondría a la nostalgia como fuerza (re)constructiva, que nos permitiría volver al pasado y realizar una labor crítica de evaluación y recuperación. Si la nostalgia neoliberal es como un tour virtual que nos pasea por recuerdos recortados sin tener que movernos, esta otra nostalgia es un viaje que debemos emprender por los escarpados terrenos de nuestra propia memoria, sin guía alguna.
Por otra parte, la popularización de determinadas obras y autores contemporáneos de Fantasía han contribuido a cambiar lo que se esperaría en obras de esta estética. En lo que en J.R.R Tolkien fue en principio preocupación filológica y mítica para la creación de la Tierra Media como mundo secundario, hoy parece ser una mera utilización de conocimientos rudimentarios y parcelados de historia, sociedad, política o mitología, entre otros. Lo que se conoce como Worldbuilding, una simplificación brutal —y funcional— de la mitopoética tolkeniana. Y lo que en Ursula K. Le Guin fue inquietud antropológica, filosófica y lingüística por la forma en la que el lenguaje moldea el mundo, hoy es un afán por aplicar reglas cuasi matemáticas a las propiedades de la magia, que ya no es concebida como una fuerza desatada, espíritu o entidad de la naturaleza, sino como un poder que puede ser apresado en rígidas leyes o normas.
Estos cambios parecieran deberse al extravío que supone querer desmarcarse de los referentes y a la vez superarlos, sin entender sus tradiciones ni los orígenes de sus propuestas. Una expresión concreta de lo anterior es el desprecio por todo lo que se inspire en un medievo de Fantasía, por considerarlo de suyo cansino y poco original.
El temor de ser considerado cliché es tan grande que algunos creadores parecieran estar dispuestos a dar los más impresionantes e inútiles giros, sin que estos supongan un valor en sí mismos en cuanto a la calidad o potencial de su obra. La idea de contar lo mejor posible una historia, o al menos de desarrollar con cierta hondura algún tema o conflicto básico de un personaje sin recurrir a piruetas ridículas, parece cada vez más anómala en lo que a Fantasía refiere.
Ahora, ¿en qué medida estos aspectos afectarían una valoración de Final Fantasy IX, entonces? Personalmente, creo que podría evidenciarse su influencia en algunas críticas usuales, emitidas para rechazar el juego: que es demasiado infantil, o demasiado ingenuo, ¡o demasiado medieval, demasiado cuento de hadas…! ¿Por qué estos elementos deberían considerarse como valores negativos? Desde mi propia mirada, todos aquellos factores en realidad describen la estética de Final Fantasy IX, anclada en una tradición de Fantasía distinta a la que se ha popularizado desde hace poco más de una década. Su configuración nostálgica, entonces, podría leerse también como un regreso a la vieja Fantasía, en tiempos en los que medio mundo parece aterrado ante la posibilidad de semejante viaje.
Debido a que resultaría desmesurado detenerse en cada uno de los aspectos que podrían sostener esta lectura del juego, quisiera centrarme en el personaje de Garnet. De una forma u otra, ella encarnaría una figura factible de ser repudiada por genérica o cliché, pero que en su desarrollo revela claves importantísimas para entender (y valorar) aquella vieja Fantasía a la que he aludido: los conflictos internos y externos de un personaje femenino en su rol de princesa y la cualidad simbólica de la magia como elemento de identidad y restauración.
Hoy en día, el término princesa en la ficción despierta muchos resquemores. La imagen más recurrente es la de una joven atractiva, vestida con colores pasteles, que vive presa de una falta de autonomía física, mental y espiritual y que en su indefensión depende del príncipe, caballero o guerrero (vamos, el varón de turno) que pueda rescatarla y darle sentido a su vida. El problema de esta imagen es que tiene que ver más con las descripciones que podrían hacerse de las viejas princesas de Disney que con los complejos simbolismos de las princesas de cuentos de hadas. La figura de Garnet, por cierto, está más cercana a estos últimos, aunque con un desarrollo y de personaje correspondientes a un RPG.
Una de las cosas que más sorprenden en las primeras horas de Final Fantasy IX es esta princesa que se anticipa a los planes de Tantalus y busca por su cuenta ser raptada. Lo que los integrantes de la banda ven como una idea para hacerse de mucho dinero, en Garnet es una salida desesperada pero necesaria para abandonar su reino, Alexandria, y dar cuenta de sus complicaciones políticas a su tío Cid, en el reino de Lindblum.
Este primer evento es muy elocuente en lo que a caracterización refiere. Por un lado, nos ayuda a reconocer la impotencia de Garnet a pesar de su alto rango jerárquico, pues quien está por encima de ella es la reina Brahne, y la relación entre ambas le impide una confidencia mayor para entender qué le pasa a su madre o por qué está tomando semejantes decisiones en su regencia. Pero el evento al mismo tiempo nos muestra a una joven que está dispuesta a realizar actos temerarios a fin de proceder con la responsabilidad última de su cargo: cuidar de su reino y, ante todo, de su gente. Por mucho que insistamos en la relevancia de la ayuda masculina, expresada tanto en Zidane y compañía como en el rey Cid, no puede obviarse que Garnet se presenta como una muchacha que hace todo lo que puede dadas sus limitaciones.
Esta presentación del personaje anticipa algunos de sus principales rasgos: coraje, celo, responsabilidad y resiliencia. Este último factor se vuelve especialmente importante al considerar las numerosas pérdidas que Garnet va experimentado a lo largo del juego. Lejos de retratar al personaje como una víctima de las circunstancias o como una vengadora fría de manual, la historia procura mostrar cómo la joven busca salir adelante sin negar el sufrimiento.
Uno de los episodios más expresivos en esta línea es el de la muerte de la reina Brahne. Previamente, la mujer se ha mostrado muy cruel con su hija adoptiva, llegando a extraerle de manera artificial sus invocaciones por sus ambiciones de poder. En la reina podemos apreciar también los peligros de la sistematización y control de la magia, ya que su fallecimiento se debe precisamente al ataque que realiza Bahamut sobre su nave, invocación que se sale de su control. Pero, a pesar de esta insania que tanto daño ha hecho, Garnet no le guarda rencor a la mujer, y aun procura salvarla de su destino. Por desgracia, fracasa, y no logra sino estar junto a ella en su último suspiro, que permite una reconciliación entre ambas y que deposita sobre la joven la responsabilidad de ser la reina justa y bondadosa que Brahne no pudo ser.
Acaso por ello, la destrucción posterior de Alexandria supone un nuevo punto de inflexión en la vida de Garnet: de una forma u otra, la joven siente haber fallado doblemente en su cometido. No ha podido proteger a su gente en su calidad de reina, ni tampoco ha podido hacer de su canalización de magia junto con Eiko (la invocación conjunta de Alexander) una defensa efectiva contra los poderes adversos.
Es sencillo empatizar con el dolor de Garnet, habiendo recorrido las aglomeradas calles de Alexandria a lo largo del juego. El trauma es tan grande que la joven pierde la voz, la misma con la que se articulan palabras de cariño y conjuros de magia. Un regente mudo es alguien que no puede conectar con sus súbitos. Aun así, la muchacha continúa luchando en el equipo, a pesar de que a partir de ese momento sus comandos puedan verse anulados en las batallas. La experiencia le permitirá reflexionar con más detenimiento sobre su rol de futura reina, ayudándole a recuperarse.
Sin embargo, en Garnet este tipo de avances deben asumirse también desde cambios concretos. Si en el inicio del juego se inspiró en una daga de Zidane para bautizarse a sí misma como Daga y así marcar una nueva fase en su vida, dada por una nueva identidad, ahora también recurrirá a su compañero para cruzar este umbral. Esta escena asusta mucho al protagonista, pues Garnet se lleva su arma consigo bajo unas palabras muy ambiguas, que apelan al recuerdo y al fin de una era. Podría pensarse que son las palabras de alguien que ha decidido suicidarse, y hay sin duda algo de muerte en el ritual que la joven ejecuta sobre sí misma, pero simbólica. Garnet se corta el pelo con la daga de Zidane: lo que antes fue un intercambio de nombres, ahora es una modificación de aspecto físico. Un gesto mínimo, pero que la joven resignifica como algo íntimo, un desprendimiento de sus pesares y la aceptación de que ahora Alexandria tendrá que trabajar muy duro para recuperar su esplendor. Igual que ella.
Podemos ver entonces que Garnet no es un personaje estático o conformista. A diferencia de los giros de tuerca que han proliferado en la ficción reciente a propósito de princesas que construyen su identidad a partir de su rechazo a sus roles y a lo que estos encarnarían para ellas, Garnet conforma la suya a partir de la aceptación de sus responsabilidades y de su genuina preocupación por su reino y su gente. Es sin duda un personaje poderoso, pero no de la forma en la que podríamos esperarnos.
Destacable también es el contraste que surge entre ella y su madre adoptiva. Brahne se presenta al inicio de la historia como una reina ya asentada en el poder, mientras que la joven, en su calidad de princesa, expone un viaje interno y externo hacia esta jerarquía. De la misma forma en la que un peón debe recorrer todo el tablero de ajedrez para llegar a la casilla que ha de coronarlo como reina, Garnet recorre todo Final Fantasy IX creciendo y aprendiendo de sus experiencias antes de la ansiada coronación en el desenlace del mismo. Esta visión desestima la concepción de comodidad que solemos asociar a la realeza, que por el hecho de nacer en cuna de oro vemos como desprovista de problemas o dolores. No podemos olvidar que la realeza de las historias de Fantasía es muy distinta a la que aún campea en nuestro propio mundo. En aquéllas, reyes, reinas, príncipes y princesas pueden leerse de manera simbólica para dar cuenta de la travesía humana hacia su propia plenitud y trascendencia.
Otro punto importante en cuanto al contraste entre Brahne y Garnet refiere a la magia. Mientras Brahne pretende hacer uso controlado de ella por fines políticos y de su propia megalomanía, Garnet encuentra en la magia parte de su identidad al descubrir su filiación a la tribu de los invocadores. La magia es una expresión concreta de un pasado extraviado, una proyección abstracta del cuerno que le fue mutilado cuando era muy pequeña, no un despliegue de poder sometido a cauces o leyes: es cicatriz, no tatuaje. Garnet, la changeling de Alexandria y la última descendiente de la tribu de Madain Sari junto con Eiko, conlleva en su vida dos destinos: la de invocadora y la de reina.
A partir del anterior análisis del personaje de Garnet se ha pretendido demostrar que no es necesario buscar retorcer elementos tradicionales de la Fantasía más clásica para conseguir mejores resultados. Si la Fantasía es un árbol gigantesco, no es necesario tampoco hacerle injertos disparatados para renovarla; basta con aprender a apreciar las ramificaciones que ya tiene sin reparos de que nosotros mismos, a partir de una rama ya existente, podamos hacerla germinar un nuevo fruto. En este caso, Garnet se ha presentado como un personaje que simplemente trata de ahondar más en aquellos rasgos constitutivos que quizá no se habían desarrollado de esa forma antes: el de su rol como princesa y como último remanente de una raza mágica ya olvidada.
En lo que a la saga de Final Fantasy respecta, ahora que lo veo desde la distancia de los años, esta novena entrega supuso una osada dirección estética. Aunque personalmente me parece un juego precioso, estoy consciente de que posee muchos defectos, como todos los otros títulos de la serie. Sin embargo, el tiempo ha hecho que mi valoración por él haya ido creciendo poco a poco, y no necesariamente a partir de sus virtudes como RPG. Creo que, en este acto de volver a las raíces con la fuerza del presente, hay un impulso al que los creadores de Fantasía deberíamos prestarle atención. Por supuesto, Final Fantasy IX es un videojuego de una compañía japonesa muy importante: no podemos obviar el componente comercial que subyace a su existencia. Pero creo que la lectura que podamos hacer del juego puede marcar una diferencia importante, personalísima e intransferible, como lo que he intentado explicar en estas líneas.
De hecho, ahora que lo pienso, éste fue el último Final Fantasy que jugué. Conozco el resto de los títulos, claro, y sé que al menos Final Fantasy XII volvió al mundo medieval de Fantasía con su ambientación en Ivalice, antes de que los otros retomaran otras estéticas. Pero, paradójicamente, esta limitación me ha abierto un nuevo sentido a mi relación con la saga: el final de mi experiencia es un regreso a mis orígenes.
Quizá eso sea lo que mejor he aprendido del viaje de Garnet, en miras a mis propias creaciones: la necesidad de recuperar la propia voz y el propio nombre, de desprenderse del peso del dolor, de reconstruir nuestra propia Alexandria, en la que al fin podremos ser reinas sin dejar de ser quienes siempre hemos sido.