Reality is Broken: jugar a salvar el mundo.

Jane McGonigal es diseñadora de videojuegos, divulgadora y escritora. Fue nombrada como una de las diez mujeres más inspiradoras del mundo en 2010 por la lista de Oprah Winfrey, así como una de las cincuenta personas más importantes en la industria del videojuego, por la Game Developers Magazine. Uno de sus sueños es ver a un diseñador de videojuegos ganar un Nobel de la Paz.

Hay una visión que muchas personas compartiremos: el futuro está en manos de los videojuegos. Puede costar afirmarlo tan categóricamente, pero vayamos por partes. Los problemas psicológicos y emocionales están cada vez más presentes, ya sea porque la construcción social nos está llevando a ello, o porque ahora somos más conscientes de su existencia; en cualquiera de los dos casos, tenemos un problema aquí, en lo que llamamos realidad. En un mundo desmotivador, hay que ser comprensibles ante la idea de que, cada día, más y más gente pase más y más horas en mundos virtuales. Ni es mi intención —ni sería capaz— de reescribir o resumir el texto entero que presenta McGonigal en su Reality is Broken, pero es imposible introducirse en su lectura y no salir de ahí con nuevas perspectivas.

Estoy más convencido de nunca de que hay que jugar más. Quizás no se trate de no despegarse en todo el día de la pantalla, sino haciendo que el mundo cambie su visión respectoal videojuego. La acepción peyorativa persigue al término jugar en todos los ámbitos de la vida adulta. No juegues conmigo, esto no es un juego, eso es jugar con la gente, hasta terminar considerando que una persona adulta no debe perder su tiempo jugando, en general. Por el camino, la percepción de un mundo cada día un poco más gris no es por pura casualidad, a pesar de que las herramientas para solucionar los problemas diarios de la gente aumentan continuamente, los problemas parecen vencer con facilidad. Sin un estado mental óptimo no somos nada, a fin de cuentas. Si el mundo no estimula a las personas, éstas huirán hacia los mundos virtuales, escritos o proyectados.

Los videojuegos pueden suponer un estímulo vital para muchas personas. Nos dan las metas, las herramientas y la autorrealización que nuestra realidad parece no querer darnos. Trabajar no está reñido con jugar, como dice McGonigal citando a Brian Sutton-Smith y su The Ambiguity of Play: lo contrario de jugar no es trabajar, es la depresión.  Millones de jugadores han dedicado infinidad de horas en World of Warcraft (2004) a cumplir metas comunes entre todos los habitantes de su mundo; otra inmensa cantidad de jugadores, en la saga Halo (2001), han contribuido a destruir amenazas galácticas, siempre con un fin mayor que nuestro éxito individual. Las comunidades de jugadores han demostrado que pueden compartir una misma pasión, y poner todo su empeño en un bien común. ¿No debería tratar de eso mismo una sociedad? No se trata de convertir en un juego la realidad, no hablamos únicamente de gamificar o ludificar, sino de cómo nuestra realidad puede aprender de los videojuegos.

En la era de internet, de la comunicación instantánea masiva, parece incomprensible que tanta gente se sienta sola. El poder está ahí, la comunicación es mayor que nunca, pero los estímulos refuerzan la sensación de individualidad. Las reglas de un videojuego son tan o más estrictas que las de un trabajo, o las de la sociedad, incluso. Sin embargo, esas limitaciones están construidas para incentivar el esfuerzo del jugador, para que la tarea, por dura que resulte, nos proporcione una gratificación. Si el trabajo común de una sociedad estuviera orientado del mismo modo, balanceando el esfuerzo y el resultado, siendo éste la búsqueda de un bien mayor al individuo, tendríamos algo parecido a una industria del trabajo llena de jugadores.

Si algo nos dejan ver claramente las redes sociales, es el valor de la conexión entre todos los jugadores. Ya antaño, cuando no disponíamos de esos lugares de encuentro, los buscábamos de forma natural entre nuestras amistades y conocidos. Incluso la experiencia más individual puede encontrar una extensión idónea gracias a la comunicación. No es ya eludir la sensación de soledad, sino encontrar nuestro lugar en un maremágnum de vida que rebosa en un planeta donde nadie sabe su porqué ni su destino. Es formar parte de algo que sentimos como una unión colectiva, del mismo modo que la música funciona como idioma universal, el videojuego es una vía para trasladar emociones, válida para cualquier ser humano. Como cualquier otra forma de transmisión cultural, permite que la vida cobre un sentido más allá del individuo, hacia algo más grande, más global y más imperecedero.

El optimismo es un arma de doble filo, por lo que no es extraño pensar con condescendencia acerca de quienes creen en un mundo mejor. El pesimismo, por otra parte, tiene su utilidad en cantidades justas y controladas. Son inseparables y necesarios si queremos transformar la industria del videojuego, entre todos, desde el consumidor más humilde hasta el dirigente de la compañía más influyente. Hay que tener en cuenta las limitaciones del medio, y ajustarnos al contexto que nos rodea en cada momento, pero también hay que amar al videojuego como algo maravilloso que tenemos la oportunidad de ver crecer. Si enfocamos la misma pasión que nos lleva a jugar hacia fronteras por descubrir, es cuando las baldosas del futuro no se caerán a nuestro paso.

Todo cambia inevitablemente, y si alzamos la vista hacia un futuro lejano, es realmente imposible creer que los videojuegos no van a ser una parte crucial de nuestra cultura y nuestra sociedad, muchísimo más que a día de hoy. Cuando varias generaciones hayan crecido con experiencias como World of Wacraft siendo parte importante de sus vidas, o hayan recibido su primera videoconsola de manos de su abuela o abuelo. Cuando los presidentes de las naciones más importantes del mundo hayan crecido junto a realidades como la de Journey (2012), o la última entrega de Splatoon (2015) sea su idea de solucionar un conflicto bélico. Cuando todas las personas del mundo puedan acceder a los infinitos mundos virtuales que nos esperan, entonces, sin ninguna duda, los videojuegos serán no ya responsables, sino merecedores, de un Nobel de la Paz.

Artículo inspirado por:

McGonigal, Jane (2011). Reality is Broken: Why Games Make Us Better and How They Can Change the World. Vintage. Londres.