Que la industria japonesa ha sido una contribuidora principal (cuando no fundamental) en la historia del videojuego es evidente para cualquier persona que empezase a jugar en los años ochenta y noventa. Hay toda una constelación de autores, estudios y empresas japonesas responsables de algunas de las obras con mayor impacto artístico, estético y económico. Algunos de esos agentes son merecidamente recordados y alabados hasta el hartazgo. Otros mantienen un carácter marginal, pero siguen teniendo valor por lo atrevido de sus propuestas o lo innovador de sus planteamientos. Todas ellas han influido en la historia del medio y en la identidad forjada por la industria a lo largo de los años. Sin embargo, un aspecto del que se habla menos es la forma en que algunos de estos juegos han contribuido a la construcción identitaria de Asia Oriental en los últimos años. Más apremiante aún, son un reflejo importante de las dinámicas de poder de esa región tanto en el ámbito económico como el político.
Dynasty Warriors (Omega Force 1997-) es un caso ejemplar a estudiar, no tanto por la importancia de la franquicia en sí como por el género al que ha dado luz, el musō. Aunque descrito en sus inicios como una adaptación tridimensional del clásico beat’em up representado por Streets of Rage (Sega 1991) y Golden Axe (Sega 1989), existen diferencias fundamentales que lo alejan de otros juegos 3D dedicados a la acción, como God of War (SCE Santa Mónica 2005) y Devil May Cry (Capcom 2001). En primer lugar, el nombre es una transcripción directa del japonés 無双, sin rival o sin igual, y describe un estilo de combate que se ha descrito como uno contra mil. Según la franquicia u obra representada, cada título nos sitúa en la piel de personajes excepcionales y nos hace partícipes de sus dramas personales al ponernos en su piel en medio de rocambolescas y exageradas escenas de combate con hordas de enemigos iguales. Esta inicialmente simplona premisa se media de cuando en cuando con alguna que otra escena cinemática, pero se vuelve especialmente atractiva cuando empiezan a proliferar los personajes y las habilidades de combate. El resultado es un estilo de juego a medio camino entre el juego de lucha tradicional y el hack and slash, donde el jugador no necesita aprender combos excesivamente complicados, pero tiene acceso a un conjunto de mecánicas fastuosas, todo ello envuelto en un tono que tiende al melodrama y a la exageración cuando tiene oportunidad. Su director principal, Yoichi Erikawa (alias Kou Shibusawa), afirma que la esencia de la franquicia consiste en exaltar la alegría que se produce al controlar un ejército de un solo hombre.
No es difícil entender por qué la obra que dio origen al género fuese el Romance de los Tres Reinos (Guanzhong, siglo XIV). La novela china es bien conocida por su tono épico, sus conflictos shakesperianos y sus exuberantes personajes, muchos de los cuales apenas desentonarían en un Tekken (Namco Bandai 1994-). Otro elemento que han hecho tan prominentes las mecánicas musō son su extrema plasticidad para adaptarse a las exigencias de otras franquicias. Muchos jugadores son conscientes de la existencia de Hyrule Warriors (Omega Force 2014) o de Berserk and the Band of the Hawk (Koei Tecmo 2016), así como Attack on Titan: Wings of Freedom (ibid. 2016) y Fist of The North Start: Ken’s Rage (ibid 2010). Estos nombres, y muchos más que no se incluyen aquí, revelan dos cosas sobre el musō: primero, que se trata del género de facto a la hora de adaptar numerosas licencias de valor japonesas. En segundo lugar, que su jugabilidad y estilo es lo bastante simple como para que un público de jugadores relativamente amplio haya sido capaz de acercarse a él. En este sentido, el modelo de Koei ha adquirido una ubicuidad similar (por lo menos en Japón) al modelo de Golden Axe durante los 90. Para su presidente Hisashi Koinuma, lo único que ha impedido al género asentarse a nivel internacional ha sido su fijación hacia obras con demasiado atractivo local, como el mismo Romance de los Tres Reinos, y el acercamiento a franquicias de renombre mundial como Zelda es el camino a seguir.
En países como Estados Unidos y España (mejor dicho, en plataformas con una base de usuario mayoritariamente anglosajona e hispana, como Steam), los juegos musō han recibido con los años una acogida cada vez mayor. En buena medida, el género pasa por una edad de oro que ha empezado con el éxito comercial de Hyrule Warriors. Aunque el juego de Nintendo no evoca referencias directas a la saga de la que extrae su esquema de combate, la popularidad de la franquicia de Zelda permite a un número considerable de jugadores relacionarlas entre sí y reconocerlas como parte de una misma tradición de diseño. Tanto Dynasty Warriors como el género en su conjunto han desarrollado un seguimiento de culto similar al de otras franquicias japonesas de reconocimiento internacional limitado, como Kamen Rider (Ishinomori 1971-) y Super Sentai (ibid. 1975-). Al contrario que sucede con juegos como Pokémon (Game Freaks 1996-) y Super Mario Brothers (Nintendo 1985-), ninguno de estos juegos ha trascendido lo bastante como para convertirse en parte de lo que Anne Allison llama la “imaginación global” (2006: 298). En vez de eso, el consumidor habitual de juegos musō tiende a localizarse en los márgenes de la cultura popular y se caracteriza por su comportamiento fan, similar al que Jenkins describiese en su Piratas de textos (2010). Para estos entusiastas, Dynasty Warriors en particular y el musō en general es una formación cultural específicamente japonesa que requiere apreciación previa; y sus contenidos se engloban bajo el mismo media mix descrito por Steinberg (2012) y segmentado en profundidad por Antonio Loriguillo y Víctor Navarro (2015).
En Japón, el consumo de franquicias como Dynasty Warriors sigue un patrón similar al de otras dirigidas al público juvenil, y se distingue con claridad de adaptaciones más serias de la obra de Guanzhong, como la saga de estrategia Romance of the Three Kingdoms (Koei 1985-). De la misma manera que muchas propiedades surgidas a partir de animes y mangas de diverso cuño, Dynasty Warriors recurre a convenciones narrativas y estéticas (sobre todo a la hora de caracterizar a sus protagonistas) que el público japonés y aficionado ha aprendido a reconocer con el tiempo. Por norma general, la mercadotecnia montada alrededor de esta propiedad intelectual trata en lo posible de incluir características que resulten atractivas tanto para el público nacional como internacional. El nombre empleado para describir esta estrategia, mukokuseki (literalmente sin nacionalidad en japonés), se ha utilizado en el ámbito académico para describir el carácter abstracto y poco específico que la animación japonesa ha tendido a emplear desde sus inicios a la hora de conceptualizar sus personajes y mundos (Ruh 2009).
Aunque adaptada a las particularidades de cada obra, la popularidad y ubicuidad del género musō es un fenómeno que se debe en exclusiva a la agresiva campaña comercial y artística iniciada por Koei Tecmo, que se esfuerza propagar ese modelo de juego al mayor número de propiedades posible. Este proceso es similar al que comenzase en los años ochenta con Nobunaga’s Ambition (Koei 1983-). Aquella franquicia dio lugar a filiales como Ishin no Arashi (1988), Uncharted Waters (ibid. 1990) y Taiko Risshiden (1992), todas ellas similares entre sí gracias a unas mecánicas y estéticas similares. Los juegos musō siguen exactamente la misma estrategia comercial, y en ese sentido, son un reflejo perfecto de la maquinaria comercial que vienen ejerciendo tantas empresas de producción cultural desde hace tiempo. Sin embargo, tanto el caso de Dynasty como el de Romance of the Three Kingdoms revela una dinámica de poder mucho más insidiosa que afecta menos a consumidores occidentales y bastante más a la región de Asia Oriental.
La diferencia aquí, por supuesto, radica en el origen de la obra, y lo que es más importante, en el hecho de que no se trata de la única vez que se ha intentado adaptar a Guanzhong. Descontando la hermana mayor de Dynasty Warriors, existe un número considerable de adaptaciones originarias de China y Taiwán que han pasado desapercibidas tanto para consumidores casuales como fans. Empresas como Softstar Entertainment, Soft-World y UserJoy vienen creando juegos basados en la mitología y la literatura china desde finales de los noventa. Xuanyuan Jian (1990-2010) y Legend of Sword and Fairy (1995-2007), por ejemplo, son juegos de rol tradicionales que recogen bastantes notas de franquicias japonesas como Final Fantasy (Square-Enix 1987-) y Dragon Slayer (Nihon Falcom 1984-), mientras que The Legend of the Three Kingdoms (1998-2015) recoge claves estratégicas más propias de los títulos de Koei. Todas estas obras son interesantes a su manera y cuentan con más de un aspecto original digno de reconocimiento. Su existencia, cuanto menos, es una demostración de que Taiwán y China cuentan con escenas de desarrollo propias y con algo que decir sobre su patrimonio cultural. A pesar de ello, se mantienen apartadas del mercado internacional y apenas merecen una entrada en MobyGames. Peor aún, su importancia en la historia global del medio se desdibuja al tratarse como meros clones de los juegos de Koei.
A la hora de dibujar una historia del medio, este tipo de apreciaciones importan porque determinan el valor que otorgamos al acto de estudiar unos u otros, así como las jerarquías que creamos y las lagunas que generamos. El ímpetu pan-asianista que empresas como Koei expresan a la hora de adaptar obras clásicas de la literatura china al videojuego y exportarlas a esas mismas culturas revela una dinámica de poder insidiosa, en la que textos y formas culturales pasan a quedar determinados por un solo actor. En su ensayo Korean Masculinities and Transcultural Consumption (2011), Sun Jung rastrea el origen del canon de belleza masculino coreano, o mugukjeok, a las ya viejas e idealizadas figuras Bishōnen del manga japonés, y observa varias similitudes entre la estrategia comercial para vender la figura del chico mugukjeok con el mukokuseki del manga. Ambas figuran tratan de promocionar un modelo de belleza lo más internacional posible, o sin aroma cultural (Iwabuchi 2002: 24), pero una se apoya en la otra para subsistir. En el caso de industrias marginales como la del videojuego taiwanés y el chino, se reaprovechan muchos aspectos de los videojuegos japoneses a la hora de crear franquicias propias, pero el texto original se mantiene dominante.
Uno podría afirmar que este proceso obedece a un inocente acto de inspiración artística por parte de desarrolladores chinos que deseaban emular el éxito de sus juegos favoritos ¿Pero lo es? En un caso como el nuestro, donde nuestra relación con el juego japonés se mantiene distante y (entre comillas) apolítica, esto sería así. En el caso de los países de Asia Oriental, se reproduce la dominación cultural y económica que autores como Chen Kuang-Hsing (2010: 59-61) han identificado como un imperialismo de nuevo cuño, más interesado en el control de imágenes que en el control militar.
Todo este proceso se deja ver con claridad en casos donde lo legal y lo nacional se entremezclan de un modo especialmente incómodo. El caso más reciente ha sido la denuncia de Koei Tecmo hacia el grupo 3DM, un colectivo de intercambio pirata chino que distribuía gratis los juegos del gigante japonés. La defensa de la líder del grupo es una crítica de corte económica cargada de patriotismo que revela la tensión existente entre la productora japonesa y un sector de cierto tamaño del público (supuestamente, 3DM era uno de los grupos de intercambio más activo de Internet). Aunque el hecho en particular no traspasa lo anecdótico, su existencia revela la tensión existente entre un modelo de negocio inclusivo e integrista que beneficia a un sector muy específico de la industria cultural de Asia Oriental (la japonesa, para ser más precisos), y unos mercados locales que prosperan apoyándose en las fórmulas de dicho modelo al tiempo que se mantienen deudoras hacia él.
La aceptación internacional de sagas como Dynasty Warriors y géneros como el musō son la manifestación de una progresiva homogeneización regional de Asia Oriental, en la que los gustos y preferencias de jugadores chinos, taiwaneses, coreanos, singapurenses y japoneses empiezan a equipararse cada vez más entre sí. Esta dinámica es distinta, en muchos sentidos, de los esquemas de dominación económica e imperialista del Japón de siglos pasados, y dan pie al surgimiento de auténticos híbridos culturales que acaban actuando como representantes de la cultura de esa parte del mundo. Esta homogeneización, sin embargo, implica un coste artístico y económico importante. En el último caso, se trata de un sistema que, salvo contadas excepciones, beneficia desproporcionadamente a las empresas transnacionales que consiguen establecer de antemano su supremacía y reputación. En el primero, ahoga y minimiza las posibilidades de éxito (o incluso reconocimiento) de cualquier juego que se aleje de la tipología canonizada, que en muchos casos se reduce a juegos de origen japonés. Lejos de fomentar una igualdad de oportunidades económica, se trata de un sistema que premia de forma sistemática a los que llegan primero y margina a los segundones, y que se justifica a sí mismo mediante el lenguaje meritocrático. Muchas de las críticas dirigidas a la industria taiwanesa y china contemporánea afirman que el problema está en que los desarrolladores nacionales carecen de la imaginación y ambición necesarias para crear juegos con atractivo internacional y que sepan llegar al mayor número de compradores posible. Es una crítica que recuerda poderosamente a las que se vienen haciendo a la española, y como aquellas, ignoran el contexto socioeconómico para centrarse en aspectos puramente individuales. En otras palabras, se trata de una reproducción casi exacta del lenguaje económico neoliberal que justifica la supremacía de los actores dominantes y desmerece la diversidad y la variedad si no proviene de aquellos que ya han conocido el éxito.
La falta de información existente (y, sobre todo, la falta de acceso) a franquicias como Xuanyuan Jian son las que, en última instancia, explican la dominación casi absoluta del género musō y su inusitado éxito en tiempos recientes. Aunque Dynasty Warriors sigue siendo, a todos los efectos, una propuesta artística interesante y digna de elogio, su papel a la hora de reafirmar y apoyar los esquemas de dominación comercial la convierten en cómplice fundamental del nuevo pan-asianismo neoliberal. Cualquier estudio de su impacto e influencia en la historia del medio, tanto si se pretende abordar desde una perspectiva comprometida como de otra más aséptica, ha de tener en cuenta necesariamente este factor si quiere entender por qué ésta, y no otra, se convirtió en la elegida para representar una de las obras más importantes de la literatura china y universal.
Bibliografía:
Allison, Anne (2006) Millenial Monsters: Japanese Toys and the Global Imagination. Berkeley, Los Ángeles y Londres: University of California Press.
Jenkins, Henry (2010) Piratas de textos: fans, cultura participative y television. Barcelona: Paidós Ibérica.
Jung, Sun (2011) Korean Masculinities and Transcultural Consumption: Yonsama, Rain, Oldboy, K-Pop Idols. Hong Kong: Hong Kong University Press.
Kuang-Hsing, Chen (2011) Asia as Method: Toward Deimperialization. Durham y Londres: Duke University Press.