A poco que se analice la historia del videojuego, se hace evidente que es un medio que ha ido bebiendo del cine para mejorar la calidad de sus historias cuando la tecnología lo ha hecho posible. Dado que su devenir comienza mucho más tarde que el del séptimo arte, la evolución y aceptación del videojuego como medio de entretenimiento le ha ido a la zaga al cine, pero hay puntos en los que ha demostrado superar al rey del audiovisual.
Uno de ellos lo encontramos en las formas con las que cada medio presenta y hace uso de la ciudad, que han evolucionado de forma similar hasta cierto momento, en el que la tecnología y la propia naturaleza del videojuego han logrado diferenciarlo, aportando experiencias mucho más ricas en lo referente al espacio que enmarca la acción.
Esto no se debe únicamente a que cada vez los gráficos permiten crear entornos más ricos y realistas visualmente, sino que la propia forma de ser del videojuego, que convierte al espectador en participante, garantiza que sus espacios se recorran y se interioricen.
Este artículo no pretende ser una crónica de la historia de ambos medios de entretenimiento, pero sí intenta ser testigo de algunos puntos de interconexión de las mismas, para poder poner de manifiesto la distinta evolución que ambos han sufrido en su forma de representar las ciudades y los espacios que enmarcan la acción que en ellos se desarrolla.
Ciudades recreadas contra ciudades creadas.
La primera diferencia que cabe destacar entre los entornos urbanos de ambos medios reside en la ejecución de paisajes y ciudades de ficción. Cuando en películas o series quiere mostrarse una ciudad ficticia, lo más provechoso es buscar localizaciones existentes y recrear entornos nuevos a partir de la realidad. Un ejemplo reciente y conocido lo encontramos en Juego de Tronos (David Benioff y D.B. Weiss, 2011), serie en la que muchas veces se han retocado lugares reales con imágenes generadas por ordenador (CGI) para usarlos como ciudades distintas a la original. Pero esta forma de proceder queda en evidencia cuando vemos ciudades que, a pesar de ser aparentemente fantasiosas, las conocemos en la realidad por haberlas visitado, o al menos la parte real que se filtra a través de la pantalla después de los retoques virtuales.
Esta dualidad de las ciudades ficticias en el cine y las series queda superada en los videojuegos, ya que no suelen utilizar un entorno existente para modificarlo y crear uno nuevo, sino que se diseñan desde cero. Por ejemplo, recorrer Rapture en Bioshock (Irrational Games, 2007) es una experiencia totalmente distinta a la comentada, ya que, a pesar de que la ciudad se creara con referencias estéticas de nuestro mundo, no es un entorno que podamos visitar más allá de nuestra pantalla y del que no tenemos otra manera de conocerlo.
Sin ánimo de menospreciar la magia que nos aporta el cine en ese sentido, encontramos una mayor sensación de sinceridad en los entornos creados desde cero en videojuegos, porque además de que el escenario es un entorno visitable virtualmente, es tan original que sólo puede conocerse de ese modo y las capacidades de inmersión que nos aporta el propio medio obligan a que se diseñe más concienzudamente.
Esta sensación de veracidad, de que en los videojuegos estamos ante una ciudad tangible, se ve reforzada gracias a que, en la mayoría de ellos, tenemos un mapa o plano de los escenarios que visitamos. Mientras que, viendo una película o serie no podemos pausar la historia y ojear el mapa para situarnos en el entorno que se nos muestra en pantalla, esa debilidad queda contrarrestada en los videojuegos gracias a una representación más exacta del espacio, estrechamente ligada al diseño de niveles y la experiencia del jugador.
Entorno pasivo contra entorno activo.
Por otro lado, los espacios del cine presentan una actitud activa hacia sus personajes y la acción, desarrollando una estrecha relación con los actores y la cámara. Para el espectador son sólo un decorado, pero los protagonistas pueden tocarlos e interactuar con ellos. Un claro ejemplo de ello es la escena del apartamento de las chicas en La La Land (Damien Chazelle, 2017), en la que la preparación que llevan a cabo para salir de fiesta transcurre a través de diversos espacios con personalidades muy distintas que las actrices recorren como en un juego (lo transitan, se sujetan a sus paredes, usan sus objetos) mientras la cámara las sigue por multitud de recorridos.
No obstante, la experiencia del espectador de la película es pasiva, no se implica en el espacio construido a pesar de que puede emocionarle ese decorado o que le sirva para sentirse ubicado. Esto es totalmente opuesto a la experiencia del jugador de videojuegos, que se relaciona con la ciudad virtual y sus espacios, la hace suya y aprende a recorrerla. Tanto es así que, cuando nos encontramos por primera vez ante una urbe explorable en un videojuego, pasamos por una experiencia similar a la de visitar una ciudad real: primero nos embarga una sensación de desorientación, no sabemos dónde ir y es posible que nos perdamos porque necesitamos un mapa para situarnos; pero a medida que recorremos sus calles, plazas y edificios, somos capaces de interiorizarlos y hacerlos nuestros.
Se establece así una relación con el entorno virtual, aquello construido por el equipo artístico y los diseñadores de niveles nos permite que, llegado cierto punto de nuestra partida, sepamos movernos tranquilamente por esas calles y volver a aquellos lugares que nos interesa volver a visitar casi sin pensarlo. En una película, a pesar de que podemos sentir cierta relación con los espacios que nos acompañan en su metraje, no podemos recorrerlos ni aprenderlos al no ser partícipes de la acción, y si no son rodados en localizaciones reales, ni siquiera podremos visitarlos.
La principal diferencia radica en que el entorno virtual se diseña para ser recorrido y vivido. No puede haber trampas ya que no hay un encuadre estático. Al controlar el movimiento del personaje, a poco que el usuario explore podría descubrir estas trampas, y no son pocas las ocasiones en las que pueden encontrarse curiosos errores de ejecución entre callejones y fachadas olvidadas. En el cine, la limitación del encuadre garantiza lo que se va a ver, y los entornos se crean para responder ante esa visión, no para que los recorra el espectador.
Tomemos como ejemplo el París de Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Pulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001), una ciudad real que posiblemente conozcamos pero que no podemos recorrer durante el visionado de la película. Al final se nos presenta no como un entorno verídico, sino como la visión que el director y el departamento de arte tienen del mismo, una versión de la ciudad muy reducida, pero que favorece el desarrollo de la trama.
Ciudades-decorado contra ciudades-urbanismo.
Como veíamos con anterioridad, cine y videojuegos han compartido hasta cierto momento la forma de representar la ciudad ficticia. Así como ambos medios hacen uso del arte conceptual para diseñar sus ideas, los dos representaron las ciudades del mismo modo en un principio: decorados reconocibles que impactan, con los elementos más vistosos en primer plano, pero que no pueden considerarse ciudades aptas para ser vividas. Entendamos esto con un ejemplo: en El Señor de los Anillos, Las Dos Torres (Peter Jackson, 2002) la ciudad de Edoras se construyó prácticamente palmo a palmo, pero con el uso de edificios vacíos, un atrezo de fachadas que centraba la acción, pero que no dejaba entrever nada más allá de esa primera piel. La única salvedad de ello es el palacio de Meduseld, para el que sí se construyó un plató que podemos visitar al otro lado de la pantalla.
Siguiendo esta tónica y sin cambiar de año, encontramos en el juego Dungeon Siege (Gas Powered Games, 2002) una serie de ciudades que no pueden considerarse decorados con edificios vacíos (ya que éstos pueden ser recorridos en su interior), pero que al igual que el escenario analizado de Las Dos Torres, son asentamientos que no tendrían cabida en la realidad, ya que son escenarios tan reducidos y que a día de hoy producen tal sensación de vacío, que consiguen que al final funcionen igual que los decorados estáticos de Edoras: como entornos que sólo se representan por sus elementos más emblemáticos, pero que se desmoronan a la hora de dar cabida a todos sus habitantes.
Pero si miramos atrás en la historia de los videojuegos hay un punto de inflexión en el urbanismo que, aunque no sentara unas bases que se siguieran justo después, definiría con el tiempo los compases que han permitido crear las ciudades que podemos recorrer virtualmente en los juegos más actuales.
Y es que en The Legend of Zelda: Majora’s Mask (Nintendo, 2000), a pesar de que pueda parecer una ciudad-decorado como las que comentábamos, cada punto de Ciudad Reloj tiene una importancia diferente para sus habitantes. La multitud de historias personales que hay que arreglar en el juego sólo tienen solución si encontramos a cada personaje en un lugar y a unas horas concretas. Al jugar con el tiempo y asignar unos espacios concretos para cada uno de sus habitantes, queda constancia de que la ciudad fue creada para ellos, se diseñó para unas vidas virtuales concretas, dejando constancia de que para conocer bien la aldea es necesario conocer a sus moradores.
Vemos que desde esas similitudes que compartían las urbes de cine y videojuegos en un principio se han ido generando más y mejores decorados en estos últimos, ya no sólo por la capacidad que tienen de ser explorados, sino porque se diseñan de forma distinta, desde una óptica más global. Pero a pesar de todo, a medida que los años pasan y la tecnología mejora para garantizar más grandes y detalladas ciudades en los videojuegos, el urbanismo y el realismo de las mismas no ha evolucionado igual de rápido; de éste modo, la misma capacidad que tienen los entornos virtuales para que los podamos visitar, se vuelve la debilidad que nos permite llegar a entrever sus errores de diseño urbano.
En el cine, como ya hemos visto, todo está regido por los planos que se nos presentan y podemos maravillarnos por lo que en ellos se muestra, pero en los videojuegos, una vez que el impacto de lo estético deja de sorprendernos y conocemos mejor una ciudad virtual tras muchas visitas a la misma, podemos llegar a plantearnos cuestiones como que una ciudad tan bella como Soledad de The Elder Scrolls V: Skyrim (Bethesda Game Studios, 2011) tenga un fallo funcional tan aparente como que apenas tenga viviendas de clase baja, siendo una capital tan importante como es.
Pero estos errores no hacen más que dejar constancia de los aciertos que el presente nos entrega para alcanzar un urbanismo para videojuegos más acertado, que nos permita visitar tanto ciudades reales del pasado como urbes ficticias que nos quiten el aliento, diseñadas para funcionar y no sólo para impresionar. Y en esta dirección, otro hito a tener en cuenta es el cambio en el diseño de ciudades virtuales que promovió Assassin’s Creed (Ubisoft, 2007) y su forma de entender el desplazamiento en la urbe. Gracias a la libertad de movimiento que promovió entre sus muros y calles, al jugar nos hicimos uno con el entorno y fuimos empujados a recorrer cada palmo de las ciudades que en él y sus iteraciones se recrearon.
Todos estos puntos conforman la evolución de este proceso urbanístico virtual, que se hace más palpable con cada ciudad digital que visitamos, y que va dejando los escenarios de cine a un lado para establecer al videojuego como una opción mucho más rica que podemos estudiar de primera mano y con mayor profundidad que en el caso de lo que nos permite el encuadre cinematográfico. Recientemente, una ciudad de gran impacto en este sentido ha sido Novigrado, en The Witcher 3: The Wild Hunt (CD Projekt Red, 2015), que ha sabido unificar dentro de sus muros los edificios emblemáticos, el barrio pobre, los oficios, las tiendas y las plazas en una ciudad de diferentes tejidos, unos más compactos, con callejas estrechas, y otros más esponjosos, de grandes espacios y cambios topográficos.
Con este ejemplo, puede que estemos ante el inicio del cambio videolúdico de las ciudades-decorado a las ciudades-urbanismo, defensoras de un diseño que permite no sólo que seamos partícipes de la acción que en ellas transcurre, sino además de su historia, sus tradiciones, su arquitectura y su clima, así como permitirnos valorarlas como un entorno que ha sido diseñado también para dar cobijo a toda la gente que circula por sus calles. Son ciudades que nos obligan a perdernos en ellas, y en las que se hacen necesarios hitos visuales dentro de sus complejas tramas urbanas, como imponentes monumentos, que garanticen que nos localicemos y que, como hemos visto, en una serie o película sólo valdrían para emplazar la acción en su contexto.
Conclusiones.
No hay mayor ejercicio de urbanismo que el de diseñar una ciudad para sus habitantes, pero en los medios que hemos comparado en este humilde análisis, la distinta actitud que presentan sus espacios hacia el usuario y las diferencias entre el control que éste tiene sobre una película o un videojuego, hacen que en el mundo videolúdico una buena creación de ciudades se vuelva mucho más necesaria y de forma más urgente.
Y es que en el cine, el concepto de las ciudades no ha cambiado mucho, siguen siendo decorados más o menos trabajados; algunos totalmente inventados y virtuales, otros construidos a partir de un escenario real. Son inspiradores y nos sitúan en la acción, incluso nos hacen desear visitarlos aun sabiendo que algunos no existen, pero acaban siendo postales de realidades que no podemos conocer.
Esto no es algo negativo para el séptimo arte, pero nos encontramos en un tiempo en que la implicación del usuario con las ciudades de videojuegos ha superado lo que puede ofrecer el cine, básicamente porque sus espacios tienen que ser diseñados para ser explorados, y debe aunarse la experiencia jugable con la creación visual y el realismo de esas ubicaciones.
Esto puede reforzarse por ese nuevo paradigma de ciudad virtual que parece que está entre nosotros, y que podría llevarnos a sacar provecho de la implicación que exigen los videojuegos por parte del jugador, traduciendo el uso que damos a sus ciudades a la vida real, más allá de ser un recurso para adentrarnos en sus historias. Porque si hay entornos de videojuego que actualmente nos obligan a formar parte de ellos, a participar intrínsecamente de su acción, ¿no podrían llevarnos a mantener esa implicación con nuestras ciudades reales?
¿Puede la sensación de pertenecer a esos entornos virtuales llevarse al extremo y hacernos más conscientes del poder de decisión que podría tener la población sobre la ciudad en la que desea vivir? Parece que la diferencia entre ambos mundos de entretenimiento está clara, y decanta la balanza hacia aquel que nos muestra una respuesta clara ante estas cuestiones, pero que necesitará todavía un trabajo concienzudo para hacernos ver que la ciudad es nuestra y que la voluntad de cambiarla nace de la necesidad de entenderla.