La naturaleza del arte es eterna; pero nuestro tiempo, mal que nos pese, es limitado. Hete aquí la crítica: un proceso conceptual, mediado por el individuo, destinado a facilitar nuestro camino hacia la obra. Toda arte ha contado, en su evolución, con el apoyo y el ataque de la crítica; y sus formas, de forma consciente o inconsciente, han resultado siempre reflejar la calidad de la misma. La crítica del videojuego, madura ya en su trayectoria, alardea hoy de una cobertura total: cada lanzamiento, título y entrega disponen ya de un desarrollo al uso. Y sin embargo, la mayoría de lo que se escribe dista mucho de valerse como crítica. El resultado real es más similar al análisis comercial que a un esfuerzo consciente por evolucionar el medio.
Las causas son múltiples. Algunos señalan a la necesidad de aclarar algunas definiciones: en opinión de Diego Freire, la mezcolanza entre términos como crítica y análisis ha acabado por generar una confusión sobre su naturaleza. En su introducción a la Semana de la Crítica” de indie-o-rama, Freire estableció la metáfora del análisis como un proceso similar al trabajo del forense: es decir, de aquel que disecciona una fuente. La crítica, sin embargo, estaría más destinada a extraer una concepción última del videojuego: una valoración, esto es, en relación a su cualidad de obra.
Freire lamentó, por tanto, que la mayoría de análisis se estancasen en un primer estadio, sin pasar a la inmersión real en el producto. Nada nuevo, al fin y al cabo: Chuck Klosterman ya evidenció este hecho hace 10 años en su controvertido The Lester Bangs of Videogames, donde criticó la naturaleza expositiva de las diversas reviews y análisis, más dirigidas a predecir el éxito del videojuego que a sumergirse en su experiencia.
Recordemos que, por aquél entonces, los ejemplos más punzantes seguían siendo medios como IGN o Game Informer, dirigidos en su mayoría por intereses corporativos. A ojos de Klosterman, la crítica de videojuegos no contaba entonces con su particular Pauline Kael o Lester Bangs, ni lo haría jamás, en tanto que mantuviese sus lazos con la industria. Hoy en día, y aunque la situación ha mejorado de forma notable, aún sería discutible la existencia de una figura similar.
En lo que se refiere a puro y simple reconocimiento, es indudable que el campo ha logrado cultivar exponentes académicos como Bogost, Juul, Ellison o Keogh; y el entorno web, por su parte, ha servido de soporte para nombres como Drakes, Brown y Sarkeesian. Sin embargo, su trabajo nos retrotrae de nuevo a las palabras ya enunciadas por Freire: sus conclusiones se satisfacen, en su mayoría, con la realización de agendas personales y/o enunciados abstractos. Todos estos creadores son más analistas que críticos; y sus ideas, aunque de inestimable necesidad, no dirigen sus esfuerzos a calmar al jugador en busca de consejo.
La crítica del videojuego, su valoración real, sigue estando ausente.
Su pariente más cercano, omnipresente en la prensa mainstream, son las puntuaciones: durante la mayor parte de su existencia, la medición de calidad se ha organizado alrededor de notas en escala, simples de organizar y fáciles de contraponer. Esta fijación hacia lo numérico, sin embargo, nos ha acabado llevando hacia las postrimerías en las que se hunden el resto de críticas: las de una organización simple y absurda, fuertemente mediada por la industria, e incapaz de reflejar las sutilezas artísticas.
El valor analítico de un número es limitado en sí mismo, más aún cuando engloba la calidad de una experiencia por entero. ¿Cómo compensar la excelencia de un ámbito, cuando se combina con la mediocridad de otro? ¿Cómo valorar la puntuación producto en relación con su contexto? ¿Y con el de títulos anteriores? ¿Es un 10 eterno, o puede cambiar en relación con la historia?
Las medidas adoptadas por la prensa, en la mayoría de ocasiones, han tomado la forma de análisis fragmentados: gráficos por un lado, mecánicas por otro, etc. Este método, sin embargo, no da como conclusión una visión completa del título, ni atiende a la relación entre los diferentes apartados. A causa de ello, la evolución gráfica parece ser hoy el único argumento de interés, expandiéndose en un debate generacional reducido al absurdo.
Volviendo a Klosterman, parece obvio que todo está construido alrededor del consumismo. La saga Call of Duty es cada vez más realistas, (si omitimos sus fantasías futuristas), pero, ¿a dónde nos lleva el realismo? ¿Qué nos aporta? ¿Es suficiente el mero preciosismo para asegurar altas puntuaciones? Recordemos que la perfección visual es inútil en sí misma: la pintura consiguió alcanzarla hace ya más de mil años, y sin embargo, sus esfuerzos no cesaron en aquél punto. La belleza no es despreciable, (nada más lejos), pero sus formas resultan vacías si no van acompañadas de un significado estético definido.
La obsesión del videojuego contemporáneo por el realismo no es una pulsión estética, sino económica: es decir, un reflejo del marketing. La crítica, por tanto, había de reflejar este aspecto, convirtiéndose en una herramienta más de las desarrolladoras, sin efectuar el debido uso de su poder como agente mediador.
Para cultivar una versión superior, la obligación del crítico será la de excavar en el producto. Para ello le será necesario, según Naomi Alderman, ampliar su vocabulario. En su artículo de 2012 Why are we still so bad at talking about video games?, Alderman hundió el dedo en una llaga bien conocida: a pesar de la visible evolución de los videojuegos en su forma, la de su prensa había sido casi inexistente.
El vocabulario de los redactores seguía centrándose en formas y conclusiones simples, satisfaciendo sus objetivos en la enumeración de sus características. Un análisis completo, sin embargo, requiere de una concepción más compleja. El crítico del videojuego necesita adoptar ahora el papel del músico, narrador y artista; centrando su visión, según Alderman, en aquellos puntos que resulten interesantes, siendo capaz de señalar, u omitir, aquellos que no lo sean.
La necesidad de esta nueva multiplicidad de funciones, sin embargo, no ha resultado obvia hasta la llegada de una nueva clase de videojuego, protagonizada en sus primeras formas por títulos más centrados en la experiencia que en la mera jugabilidad. El videojuego, en su paso hacia la madurez y la independencia, parece haber rascado una potencialidad extensísima: la de su concepción, aunque suene absurdo, como simple soporte. Como medio, esto es, capaz de sostener consideraciones superiores al mero entretenimiento.
La aparente simplicidad de esta idea podría llevar a muchos exponentes de la vieja guardia hacia la indignación, el rechazo o la oposición; poco importa, sin embargo, teniendo en cuenta que títulos como Orchids to Dusk son cada vez más abundantes. Esta postura, no obstante, también nos obligaría a reconsiderar la función del periodista: pero es aquí, sin embargo, donde su visión resulta especialmente necesaria. En esta nueva encrucijada, la palabra puede por fin liberarse, sumergirse, y atacar al producto de la forma que más le convenga. Ahora el crítico es tan narrador como analista; y tan jugador, en fin, como periodista.
Kieron Gillien ya predijo una revolución similar hace más de 10 años con su manifiesto The New Games Journalism, en un claro guiño a la corriente homónima bautizada por las teclas de Wolfe y Talese. Pero es que las similitudes van más allá de su apodo: para Gillien, el camino a seguir tomaba entonces la forma de un periodismo profundo y gonzo, un proceso de narración involucrada. Ejemplos como el famosísimo Bow Nigger de Ian Shanahanm, o el menos conocido A Rape in Cyberspace de Julian Dibbel, ya demostraron entonces la validez de su propuesta.
El objetivo del crítico, declaraba Gillien, era el de describir un lugar que no existe fuera de la cabeza del jugador. Éste era un punto esencial: la descripción subjetiva de culturas, distracciones y memorias, pero no de las existentes en el producto en sí, sino de las originadas por su reflejo en nuestra propia consciencia. Gillien, además, señaló una cualidad imprescindible de la nueva crítica de videojuegos: su lectura debería resultar interesante para todo el mundo, y no solo para el aficionado. Si los videojuegos se embarcaban ahora en el retrato de problemas existenciales, la crítica se veía obligada a seguirlos, sumergiéndose en la complejísima, misteriosa y aterradora experiencia humana.
Los videojuegos, según Gillien, podrían entenderse como una una especie de alucinógeno digital; y su crítica, hasta ahora, como una mera descripción de su funcionamiento. En palabras de Gillien, la nueva crítica debería ufanarse en describir y analizar la respuesta del jugador, y no sólo las mecánicas que llevasen a ella. Esta visión subjetiva, sin embargo, podría llevar a muchos a rechazar la figura del periodista; y sin embargo, ¿qué mejor función que la de cronista hacia el destino inexplorado?
Un camino, al fin y al cabo, no tan distinto al de días pasados.