Son muchas las formas que puede adoptar un videojuego de rol, desde la fantasía de Baldur´s Gate al «cyberpunk» de Shadowrun. Aunque en sus orígenes, los gurús de Enix quisieran trasladar la emoción del rol de mesa medieval a los mandos de una consola, la versatilidad del género permite una enorme amalgama de mundos y lugares comunes que la literatura ha explorado con resultados fascinantes.
Para los más puristas, esta adaptación de la mesa a la pantalla suele considerarse traidora, de la misma forma que la eterna cantinela del «es mucho mejor el libro», impide disfrutar de la magia del cine a los asiduos de las novelas. Sea como fuere, los videojuegos tienen la virtud de conjugar en una misma obra varias disciplinas artísticas y culturales, dotándoles de una interactividad inusual para el resto de expresiones. Este crisol, mil veces mentado, tiene una relevancia especialmente importante para uno de los temas capitales de la filosofía y, por qué no decirlo, del pensamiento y la ciencia contemporánea: el problema de la identidad mental. ¿Se puede definir la mente y sus características? ¿En qué consiste aquello que consideramos mental? ¿Tienen rasgos en común todas aquellas cosas a las que endosamos el adjetivo de marras?
Como tantas otras cosas que el ser humano se ha dedicado a repensar hasta el hartazgo -dejando un buen número de cadáveres académicos por el camino-, la solidez de esta cuestión sigue siendo materia de especulación y aceptación tácita. Aunque los científicos siguen a su rollo -y bien que hacen- aceptando que la mente es algo concreto y perfectamente analizable, la cultura y sus muchas expresiones son un reflejo esclarecedor de lo extraño, complejo y difuso que sigue siendo este tema para el lenguaje cotidiano y la investigación filosófica.
La saga Shadowrun, siguiendo la vertiente rolera «cyberpunk» más clásica, juega con este problema de un modo sobradamente conocido para sus parroquianos. En un futuro eternamente cercano, cuajado de ciencia y magia ad hoc, la cuestión del yo y la naturaleza de lo mental se pone en tela de juicio a base de tópicos, no por ello menos interesantes: hay algo, inasible e inespecífico, que se va horadando a medida que un individuo sustituye partes de su cuerpo por otras artificiales. Para complicar aún más la ecuación, no es necesario que se dé dicha transformación, ya que cualquier persona es susceptible de perder su autoconciencia si cae bajo el influjo de los chips simuladores, una droga de diseño puramente tecnológica, que permite a sus usuarios escapar de la realidad para encarnar vidas más amables o emocionantes a través de su mente. Mientras que el primer caso tiene el muro de la esencia, un concepto ambiguo que hace referencia en términos jugables a la barrera última que separa la identidad de la máquina, el segundo solo se percibe de forma indirecta, aunque sus efectos se ponen en escena con toda la crudeza imaginable.
Lo que Shadowrun y el resto de la ciencia ficción rolera ejemplifica con estos mecanismos narrativos no es otra cosa que tres de las corrientes más importantes en esto del embrollo de la identidad mental: o bien somos lo que pensamos, o bien somos aquello con lo que pensamos; o quizá nada tenga que ver el pensamiento y tan solo seamos aquello que hacemos. Puede parecer que el compromiso del juego, al poner la barrera de la esencia, se decante por afirmar que somos aquello con lo que pensamos -ya sea nuestro cerebro, o más genéricamente, «nuestro cuerpo»-, pero al añadir el problema de los «simchips», la frontera se desdibuja por completo y la identidad mental vuelve a escaparse a ese refugio nebuloso del pensamiento, que parece pervivir de un modo fantasmal con independencia de la materia que lo sostiene. Añadamos, para rizar aún más el rizo, que cualquier persona que pretenda escapar de la pérdida de identidad debe hacerlo, necesariamente, llevando a cabo determinadas acciones. En cuanto la libertad de la ficción o el discurso se pone en funcionamiento, el carácter sinuoso del yo se hace evidente.
Materialismo de la identidad: el cuerpo manda, aunque tenga tornillos.
Cuando creamos un personaje para Shadowrun, tenemos la posibilidad de mejorar o intercambiar partes de su cuerpo por otras mecánicas. Cada vez que lo hagamos, el contador de esencia que delimita la identidad irá descendiendo. Como cabía esperar, dicha cifra no puede, jamás, llegar a cero. Cualquier persona que abuse de las mejoras artificiales irá transformándose en una especie de entidad apática que difícilmente puede describirse como un ser humano. Lo que define en este caso la identidad de nuestro corredor de sombras no es otra cosa que su cuerpo. De algún modo, su yo descansa en aquello que permite su pensamiento. Para nosotros, que hemos crecido en una sociedad en la que la ciencia es entendida como el conocimiento obtenido a través del análisis de hechos que justifican hipótesis, y cuyo proceder se ha contagiado a todos los rincones concebibles, resulta de lo más normal poner al mismo nivel el cerebro y la mente. No tiene nada de particular que cotidianamente asociemos todo lo mental con el órgano tranquilamente alojado en nuestra mollera. Tanto es así, que hasta el lenguaje común tiene expresiones verbales y no verbales que aluden a la cabeza para referirse a la inteligencia o falta de ella. La fuerza del materialismo viene precisamente de esa corroboración científica que ya se ha trasladado al acervo de la cultura popular. Su fuerza es tal, a todos los niveles, que hasta el más impertérrito dualista será incapaz de negar la relación inequívoca que existe entre el cerebro y los pensamientos.
La idea de que nuestra identidad depende esencialmente de la mente es muy intuitiva: parece muy claro que ser conscientes de lo que nos rodea y formular pensamientos al respecto -¡incluso pensamientos sobre esos mismos pensamientos!- es parte fundamental de lo que somos. Sin embargo, a pesar de que también parece muy claro que el cerebro y nuestro cuerpo sostienen ese pensamiento, no lo es tanto que forme parte esencial de todo lo que entendemos por mental, y es aquí, en los extremos, donde las hipótesis materialistas empiezan a vislumbrar problemas; el propio juego debe limitarse a mostrar los efectos de un abuso de la cibernética con una apatía que equipara seres humanos y máquinas. A pesar de que una persona se muestre sumamente apática o fría, no podemos decir con seguridad que haya dejado de estar viva o que haya dejado de tener pensamientos; o lo que es lo mismo, que sea difícil reconocer a un ser humano por su comportamiento, no significa que no lo sea, cuestión que el conductismo tendrá que tratar de sortear.
Por lo que se refiere al materialismo, no es casualidad que incluso a nivel intuitivo sea tan complicado identificar cuerpo y mente hasta sus últimas consecuencias; la ficción de Shadowrun, de hecho, se da de bruces con las típicas objeciones a las hipótesis materialistas y conductuales: algunas conductas y propiedades de la mente se resisten a ser verificadas empíricamente1. Pongamos por caso que nuestro protagonista es un reputadísimo científico con un conocimiento absoluto sobre neurofisiología. Digamos también que desde el mismo momento en el que nació, antes incluso de que pudiera empezar a distinguir colores, se le injertó un modificador de la visión a distancia con un error: podía ver con mayor claridad que los demás, pero percibía los colores de un modo distinto al habitual. ¿Qué pasaría si al crecer, se le quitara ese injerto y de pronto, empezase a percibir los colores de modo distinto? Aunque tuviese un conocimiento absoluto sobre neurofisiología, ¿en qué lugar quedaría exactamente este nuevo contenido mental?
Este argumento, aunque muy criticable, ilustra muy bien las reticencias básicas al materialismo de la identidad. Dicho de otra forma: por muchos brazos de hierro, cableado cerebral o entradas «jack» que nuestro corredor de sombras se aplique, no parece plausible que nadie pueda acusarle de no tener ese rincón privado (y privilegiado) de pensamientos, y por extensión, que haya dejado de estar vivo en un sentido amplio, aunque esos cambios le hayan convertido en un muermo con sangre de horchata.
La tesis del dualismo, ¿somos cerebros en cubetas que imaginan tener cuerpo?
Como decía, Shadowrun no se limita a exponer el problema con la cibernética, tenemos ciudades repletas de yonquis de BTL -acrónimo de los chips de simulación: «Better Than Life»-, que en los casos más severos pierden toda noción del yo a pesar de seguir manteniendo su cuerpo prácticamente intacto. Un drogadicto de los BTL desgasta su identidad a base de simular que vive otras. Por culpa de una actividad puramente mental y privada, su propio pensamiento se trastoca de forma radical. En filosofía, las corrientes que delimitan el pensamiento como algo independiente del cuerpo tienen su fuerza en lo que hace a los chips de BTL tan peligrosos: cada persona parece tener un acceso privilegiado a sus propias ideas, hasta el punto de que si se afana en ello, puede dudar de absolutamente todo lo que no forme parte de esta clase de contenido mental. Descartes lo fundó, casi sin querer, al descubrir la «autoridad de la primera persona»:
Pues si yo digo que veo o que marcho, e infiero de aquí que soy; si me refiero a la acción cumplida con mis ojos o con mis piernas, esta conclusión no es de tal modo infalible (…). Pero si me refiero, por el contrario, a la sensación, es decir, a la conciencia que existe en mí, de ver o marchar, esta conclusión es absolutamente verdadera (Renè Descartes, 1664).
De su experiencia directa con esos mundos fantásticos privados, el adicto alude a ese espacio extraño que el materialismo no parece poder identificar. Hoy en día, las tesis dualistas son casi territorio de la fantasía, pero esta pequeña parcela del pensamiento sigue siendo muy fácil de comprender: mi pensamiento, expresado por mí -en este momento-, es una certeza de la que puedo deducir que existo, aunque sea de una manera muy tenue. Si todo lo demás tiene la posibilidad, aunque sea remota, de ser una engañifa, ¿cómo no concluir que el pensamiento tiene una identidad autónoma? No deja de ser irónico que esta concepción de la identidad asociada con los BTL se desmorone precisamente por lo que el materialismo de los injertos cibernéticos es, también, tan fácil de aceptar: tanto uno como otro depende por narices de cambios físicos. El yonqui de los chips nunca lo sería si no conectara su cerebro a ellos; por mucho que aparentemente sean esos mundos soñados los que interfieren con su identidad, no es posible, ni siquiera en la lógica de la ficción, que esa relación se dé sin el componente físico. Cualquiera puede imaginar que su pensamiento es capaz de existir sin su cuerpo, pero que esa posibilidad sea plausible, no significa que sea real[2].
Ninguno de los dos casos escapa, de cualquier forma, al hecho de que definir su identidad pasa por algún tipo de corroboración de sus actos. Tanto unos como otros son descritos positiva o negativamente en función de aquello que hacen. ¿Y a qué viene semejante perogrullada? Pues a que esta forma de clasificar la identidad es en realidad la tercera forma de delimitar lo mental que he mencionado al principio, la que desdeña la abstracción del pensamiento en favor de los actos, de la mera conducta. Conviene señalar que la convicción de que los pensamientos son independientes del cuerpo tiene un recorrido mucho mayor que la identificación física; la «autoridad de la primera persona» es uno de los pocos logros que la filosofía puede colgarse como medalla en su chaqueta raída, y como cabía esperar, la sombra de su importancia es larga y tenebrosa. Entre otras cosas, las tesis dualistas reflejan muy bien algunas concepciones cotidianas que poseemos sobre los pensamientos y las dota de la fuerza del cogito, ergo sum. Pero dejarse llevar por su importancia y deducir de ahí que la mente tiene una entidad independiente es insostenible.
La respuesta del conductismo lógico: al final, solo se nos conoce por nuestros actos.
En la saga de Harebrained Schemes encontramos dos ejemplos muy iluminadores sobre la importancia que el comportamiento tiene para el problema de lo mental; el primero es Glory, de Shadowrun: Dragonfall (Harebrained Schemes, 2014), una mujer que se ha sometido voluntariamente a un proceso radical de injertos cibernéticos y que presenta todos los síntomas de frialdad apática propios de dichas intervenciones. El segundo es Racter, de Shadowrun: Hong Kong (Harebrained Schemes, 2015), un científico robótico que por culpa de un accidente se vio obligado a sobrepasar los límites aceptables de las operaciones quirúrgicas mecánicas.
El caso de Glory es llamativo porque puede interpretarse tanto a favor como en contra de la importancia de la conducta en la identificación de lo mental. Al ser una compañera de aventuras, una especialista en combate que forma parte de nuestro equipo potencial en todas las misiones, tendremos posibilidad de interactuar con ella y saber de primera mano qué opiniones tiene el resto del mundo sobre sus actos. Efectivamente, todos parecen albergar ciertas dudas al respecto de su carácter, y la primera vez que la encontramos, una descripción denotará su comportamiento extrañamente inhumano, contemplando estática una pared en blanco de su habitación. A pesar de todo esto, Glory se desenvuelve en todos los sentidos como un ser humano con contenido mental superior, es decir, como una persona con todo el espectro mental esperable en una persona viva. He aquí lo más intuitivo y poderoso del análisis de la conducta como reflejo de la mente: si alguien o algo se mueve, habla y reacciona con todo lo que se conoce como «consecuencias causales» de lo mental, es que no cabe duda de que tiene ese contenido mental alimentando su identidad. Esta idea la ilustró uno de los grandes genios de la filosofía del siglo XX, Ludwig Wittgenstein, al argumentar contra el lenguaje privado, uno de los pilares del pensamiento dualista:
¿Cómo sería si los hombres no manifestasen su dolor (no gimiesen, no contrajesen el rostro, etc.)? Entonces no se le podría enseñar a un niño el uso de la expresión «dolor de muelas» (…) Cuando se dice «Él ha dado un nombre a la sensación», se olvida que ya tiene que haber muchos preparativos en el lenguaje para que el mero nombrar tenga un sentido. Y cuando hablamos de que alguien da un nombre al dolor, lo que ya está preparado es la gramática de la palabra «dolor»; ella muestra el puesto en que se coloca la nueva palabra (L.Wittegenstein, 1953)
¿Por qué Glory, a pesar de todas sus excentricidades, nos parece humana? Porque podemos verificar con cierta objetividad sus expresiones, en el sentido amplio de la palabra. Siguiendo a Wittgenstein, diríamos que lo que la convierte en una persona con pensamientos es que su proceder se ajusta a unas normas de uso ampliamente aceptadas. Y dado que el significado de las palabras depende necesariamente de esa verificación, cualquier atisbo de una conexión privilegiada entre el pensamiento y la persona que los produce es una ilusión; el lenguaje, en este caso, solo funciona de forma expresiva. Glory nos habla de sus deseos, de sus miedos. Nos pide que la ayudemos a resolver sus conflictos con una persona que la marcó para siempre; cuando lo hace, muestra una empatía cálida, aun a pesar de que en ocasiones parezca no poseerla.
Entonces, ¿todo se reduce a cómo nos comportamos? ¿Todo pensamiento tiene una expresión equivalente descriptiva del comportamiento? Desgraciadamente, no es el caso, y otro de nuestros compañeros, en esta ocasión de Shadowrun: Hong Kong, encarna perfectamente el problema del llamado «conductismo lógico». Racter es un científico brillante que tiene la mitad de su cuerpo mecanizada. En condiciones normales, esto le habría dejado como un vegetal inanimado. Sin embargo, hay una particularidad de su personalidad que impide esta transformación en máquina, un trastorno mental que le sirve de salvoconducto para mantener -o eso parece- su humanidad. Dicho trastorno -jugad a Shadowrun: Hong Kong para saber a qué trastorno me refiero- es un rasgo puramente mental que se resiste a cualquier análisis de la conducta. Es una disposición de su temperamento que no tiene reflejo alguno en su forma de relacionarse con el mundo. Irónicamente, tanto en su caso como en el de Glory, esto pone de manifiesto la gran traba de la equiparación entre conducta y pensamiento: es imposible traducir todo el contenido mental a expresiones descriptivas de nuestros actos. Siempre hay un camino que nos lleva a un concepto mental inclasificable desde la conducta:
Supongamos que Juan desea tomarse un café. Supongamos además que aunque sea verdad que nada impide a Juan tomarse un café, Juan no cree tal cosa (…), por ejemplo, porque cree que no lleva dinero encima. Imaginemos, sin embargo, que esta creencia es falsa porque en realidad, sin que él lo sepa, lleva un billete de diez euros en el bolsillo (…). No basta, pues, para que Juan se tome un café (cuando desea hacerlo), que nada le impida tomárselo: él ha de creer también que nada se lo impide (Carlos J. Moya, 2004).
Siempre que tratamos de reducir determinados contenidos mentales a expresiones de la conducta, nos tropezaremos con la piedra de los conceptos mentales; en el ejemplo citado, el verbo «creer», que es necesario para poder describir la conducta de Juan. En el caso de Racter o Glory, por mucho que todos los personajes de ese mundo posapocalíptico les crean humanos, la intuición de que cada persona tiene una relación privilegiada con sus propios pensamientos -intuición que es inmune a esa verificación de su comportamiento-, les lleva a dudar de la verdadera naturaleza de sus vidas.
Videojuegos de rol y proyección, otro escenario para el pensamiento
Después de todo lo dicho, es fácil desesperarse ante la falta de respuestas válidas. Quizá el problema sea que no tiene la más mínima importancia delimitar la verdadera naturaleza del pensamiento. Personalmente, me gusta creer que las tres perspectivas tienen un grado de verdad. Cuando nos ponemos a los mandos de juegos como «Shadowrun», damos un salto mortal muy particular, propio casi en exclusiva del rol trasladado a los videojuegos: los dilemas no solo son palabras; también son imágenes y decisiones en las que el jugador toma partido abiertamente. Aunque el rol de mesa permite cierta identificación directa con lo que pasa en la partida, los videojuegos convierten la relación en algo orgánico: mediante esa conjunción de diferentes expresiones unidas por la interactividad, percibimos directamente las consecuencias de nuestros actos, pasando, seguramente de modo casual, a formar parte de otro bucle de identidad mental: el jugador proyecta su pensamiento en su personaje, y es su imaginación unida a su percepción lo que lo hace posible.
Uno de los temores del cartesianismo, llevado hasta sus últimas consecuencias, es que no hay formas claras de distinguir los sueños de la realidad, ¡al menos mientras están ocurriendo! ¿Y qué hay más parecido a un sueño vívido que una partida intensa a un videojuego de rol? Es un temor infantil, por supuesto, pero que técnicamente parece sobrevolar siempre nuestras cabezas. Por suerte, la riqueza de la interactividad, unida a la fuerza de las imágenes y las palabras, convierten ese resquemor en algo terriblemente divertido.
Bibliografía:
- Descartes, R. Los principios de la filosofía, traducción de Juliana Izquierdo. Editorial Reus, Madrid, 1925.
- Descartes, R. Meditaciones metafísicas, traducción de Manuel Garcia Morente. Editorial Austral, Madrid, 2006.
- Wittggenstein, L. Investigaciones filosóficas, traducción de A. García Suárez y C. Ulises Moulines. Editorial Crítica, Barcelona, 1988.
- Moya, C. Filosofía de la mente. Universidad de Valencia, 2004.
Notas al píe:
- [1] Aunque no son las únicas; por una parte, existen objeciones de carácter empírico: si el contenido mental «tener dolor» es idéntico a la «estimulación de los receptores X», el materialismo de la identidad mental es falso porque esa equivalencia no es necesaria -el argumento desarrollado puede consultarse en: Kripke, S. (1980). Naming and Necessity, Harvard University Press, pp 144 en adelante-; por otra, hay objeciones epistemológicas cuya fuerza descansa en las intuiciones privadas típicas del cartesianismo: aunque existiera una persona con conocimientos absolutos sobre neurofisiología, ¿podemos decir que tiene un conocimiento completo de lo que implica la experiencia mental de ser otro individuo? O peor aún, ¿podemos afirmar que conoce la experiencia mental de otro ser vivo desde su perspectiva privada de existir como tal? -el cuerpo de este argumento puede encontrarse en el artículo de Nagel, T. (1974). What is it like to be a bat?-.
- [2] En filosofía, esto se suele expresar como que una posibilidad epistémica no implica necesariamente una posibilidad real; en este caso, que un adicto a los chips crea perder su identidad mental a base de ficciones no implica que su creencia, en la que se concibe a sí mismo sin cuerpo, sea una realidad factible.