Una de las frases más famosas atribuidas a Hipocrates reza: de tus alimentos harás medicina. Imaginemos por un momento que esta frase tuviera un sentido literal, y que la comida pudiera curarlo todo. Para alguien que juega habitualmente a videojuegos no es una idea del todo descabellada, pues la recuperación de salud mediante la ingesta de alimentos es una mecánica estandarizada desde prácticamente los inicios del medio. A lo largo de este artículo examinaremos este punto, cómo es y que significa la alimentación en los videojuegos.
Para que la partida media de cualquier videojuego tenga un mínimo de durabilidad, suele ser necesaria la inclusión de un marcador de vida que mida las veces que el jugador puede ser herido (Hit Points o Health Points). Dicho marcador puede restaurarse mediante objetos, acciones o habilidades que regeneran vida, lo que vendría a ser el equivalente a los primeros auxilios, y que son tan recurrentes como variados tanto en el tipo como en la forma de obtención y capacidad regenerativa. Teniendo en cuenta que un jugador suele estar solo y depende de sí mismo para llegar al final de cada nivel, es habitual que los regeneradores persigan la inmediatez y la funcionalidad. Ahora bien, lo curioso es que muy menudo aparecen en forma de comida. ¿Cómo han llegado los videojuegos a ponerse de acuerdo en su visión hipocrática del alimento?
Pongámonos en la mente de los diseñadores del primer Castlevania. En este juego de la era de 8 bits, la salud se recupera comiendo pavos asados que se encuentran escondidos tras las paredes. Esta decisión de diseño puede chocar un poco, sobre todo si la comparamos con el tono sombrío del juego, pero permitámonos por un momento el especular sobre este detalle recurrente en toda la saga. Teniendo en cuenta las limitaciones del hardware de aquella época, y las dificultades para transmitir información precisa en tan poco espacio, la inclusión de este elemento cobra sentido. Castlevania es un juego con estética gótica en que casi todo es potencialmente hostil. ¿Cómo le haces ver al jugador que un objeto en particular tiene la capacidad de recuperar puntos de salud? Tenía que ser algo lo bastante llamativo y lo bastante inocuo como para no malinterpretar su función. La comida, al fin y al cabo, es nuestro combustible esencial. El pavo transmite un mensaje más directo y claro que, por ejemplo, un frasco de elixir que de buenas a primeras no se sabe si es veneno o jarabe para la tos. Así, mediante la intervención de algo tan cotidiano en un ambiente fantástico, se crea una especie de lenguaje basado en símbolos y en referencias culturales entre juego y jugador. Y la comida, al parecer, se ha convertido en un recurso muy popular en la industria del videojuego.
El impacto de la comida industrial.
En 1995 el sociólogo George Ritzer publicó su ensayo titulado La mcdonalización de la sociedad, en el que describía cómo algunos aspectos de la organización social se parecen a una cadena de comida rápida, primando la producción masiva de bienes y servicios, la normalización de la precariedad laboral, la venta de productos efímeros y de escasa calidad, el abaratamiento de los recursos y la reproducción ininterrumpida del sistema de consumo. Esto se puede extrapolar al tema que aquí nos ocupa. Si nos atenemos al carácter frenético de muchos títulos de acción, la relación entre comida rápida y la experiencia videolúdica es indiscutible. Para empezar, muchos de los alimentos con la capacidad de restaurar la vida o la energía del jugador, en la vida real tenderían a perjudicarnos la salud; alimentos como la pizza o las patatillas, pensados para ser consumidos al acto, sin esfuerzo de preparación y sin cuchillo ni tenedor. Aunque pasemos estas cosas por alto cuando jugamos, la representatividad de la comida tiene un papel muy significativo en el tono y el ritmo de esos juegos.
Un buen ejemplo de esta dinámica es Bioshock Infinite. Este título de Irrational Games nos pone en la piel de un investigador que cumple un encargo en una ciudad flotante llamada Columbia. Dicha ciudad ha sido concebida como una utopía donde resguardar el sueño americano, con un líder fanático y supremacista. Columbia es además una ciudad de profundos contrastes sociales, de segregación racial, y en la que los privilegiados viven atontados e ignorantes de la fragilidad de su mundo de coloridas avenidas y patriotismo rancio. En este contexto, el jugador debe abrirse paso por el escenario en una espiral de acción y tiroteos. Su jugabilidad procura el ejemplo perfecto para lo que se desgrana en este artículo, y es que la salud puede recuperarse consumiendo alimentos que se encuentran desperdigados por el escenario, desde perritos calientes hasta palomitas. En cada caso el jugador recupera muy poca vida y debe gastar una buena parte de su tiempo buscando estos recursos con una insistencia que, indudablemente, contiene una parodia sobre la predominancia de estos alimentos en nuestra dieta. Pero esto no es exclusivo de Bioshock Infinite; en Fallout, por ejemplo, también se parodian el consumismo y el estilo de vida moderno, basta ver los productos envasados que siguen siendo comestibles tras el apocalipsis nuclear, o la Nuka-Cola, su parodia de la Coca-cola. En la misma línea, Dishonored permite recuperar vida tanto a través de elixires como de la comida, principalmente ballena enlatada, muy acorde con su visión distópica de la revolución industrial. Hay algo en estos juegos y en su representación de la comida que va más allá de lo que decía Hipócrates; el ritmo frenético de Bioshock Infinite liga muy bien con la idea de comida rápida, pensada para ser consumida al momento y sin perder tiempo, pero además contiene un mensaje que se hace evidente cuando el jugador come palomitas de un cubo de la basura en un barrio de clase alta. La alimentación industrial está al servicio de un estilo de vida cada vez más ininterrumpido, y su presencia y la inmediatez de sus efectos en la mecánica de un videojuego resultan, cuanto menos, muy reveladoras.
Una aproximación realista a la alimentación.
Uno de los ejes principales del videojuego es la inmersión, la recreación de un entorno que opera según una lógica reconocible por el jugador, y de la cual éste pueda participar. En un mundo inmersivo las acciones del jugador tienen consecuencias visibles, hay un proceso de transformación, de la misma forma que el alimento interviene sobre el propio cuerpo y lo transforma. Incluso en los juegos con una visión funcionalista de la comida se procura plasmar, de forma más o menos realista, la naturaleza del acto alimentario. Un ejemplo recurrente es el de la posibilidad de engordar en juegos como Los Sims, GTA: San Andreas o incluso un arcade bélico como Metal Slug. En algunos juegos encontramos marcadores de energía que condicionan la eficacia del personaje, se gastan con el paso del tiempo o al realizar acciones que requieren un cierto esfuerzo, y que hay que rellenar periódicamente con comida o fármacos. El caso de GTA: San Andreas es bastante particular. Este título de una saga conocida por sus índices de violencia, destaca por su acurada representación de la vida en una ciudad, en la que el protagonista puede ir a restaurantes, engordar si abusa de la comida rápida y perder peso en el gimnasio. No son acciones imprescindibles para pasarse el juego, pero añaden profundidad e inmersión a su experiencia.
Pero el comer es mucho más que procurar al cuerpo de los nutrientes necesarios para su funcionamiento. El comer también es un hecho social mediante el cual se consolidan vínculos, se establecen rutinas y se transmiten conocimientos de unas personas a otras. Cada sistema cultural tiene su propia gastronomía, sus preferencias, manías y prohibiciones, sus ceremonias, sus maneras en la mesa, sus indicadores de saciedad y en general su propia manera de vivir el acto alimentario. No es casualidad que juegos como los ya mencionados utilicen referencias a alimentos y marcas populares en todo el mundo, como tampoco es casualidad que Castlevania, un juego nipón, utilizara un alimento propio de la gastronomía anglosajona para conectar con los consumidores de un mercado cada vez más internacional. Detrás de estas decisiones hay una importante labor de diseño. Cuando ves el icono de un tenedor, un bocadillo o una boca abierta, sabes que tienen relación con la comida porque has aprendido a asociar esta necesidad con una serie de símbolos.
Llegados a este punto, es imperativo destacar el papel de los simuladores de vida y de supervivencia. El género de los simuladores recrea de forma lo más aproximada posible las acciones que se llevan a cabo en un determinado contexto, ya sean simuladores de conducción (Euro Truck Simulator 2), de política (Democracy) o de cirugía (Surgeon Simulator). Los simuladores de vida, en concreto, están pensados para imitar la realidad en torno a las relaciones sociales, laborales y económicas de la gente en su día a día, mientras que los simuladores de supervivencia parten del desamparo más absoluto y de la dificultad por cubrir las necesidades básicas en un mundo hostil e imprevisible. Para resumirlo rápidamente, si los simuladores de vida se caracterizan por la rutina, lo que define a los simuladores de supervivencia es la urgencia. En este tipo de juegos la alimentación tiene un peso crucial, y nuevamente cada uno expone su propia visión de la comida; la diferencia, en cada caso, está en el contexto y en la intención.
Los Sims es el título axiomático de los simuladores de vida. El jugador personaliza un personaje –un sim- y debe vivir a través de él. Si el sim no come obviamente le sobreviene la inanición y en el peor de los casos la muerte, pero alimentarse en este juego resulta extremadamente fácil. Lo importante es hacer vida social. Si el personaje come en compañía de otros sims estos entablan conversación y refuerzan sus vínculos. Si el sim aprende nuevas recetas se sentirá más realizado al cocinar. El sim come para aplacar el hambre, pero para crecer como personaje debe conocer la frustración de quemar la comida, debe lavar los platos, hacer la compra, mantener unos niveles de higiene en su cocina, organizar cenas para amistades o compañeros de trabajo; debe experimentar, en definitiva, todas las dimensiones del alimento como hecho social.
En paralelo, juegos de supervivencia como DayZ plantean el acto alimentario desde el punto de vista de la necesidad. La reciente popularidad de los ambientes post-apocalípticos ha propiciado la aparición de muchas obras de esta índole, todas con el mismo eje temático: la civilización se ha desmoronado, ya no hay ciudades, tecnología operativa ni vínculos sociales. No hay familia, ni amigos ni vecinos ni comunidad, sólo enemigos y peligros a los cuales hay que sumar el hambre y la deshidratación. El objetivo en DayZ no es perfeccionar la habilidad de cocina; es no morir de hambre. Si en Los Sims el comer era más un medio para la autorrealización que un fin en sí, en DayZ es el objetivo primordial, la recompensa al esfuerzo de haber buscado provisiones. A través de estas experiencias, se satisface una suerte de curiosidad romántica por las formas más primitivas de supervivencia, descontextualizándonos de nuestros entornos seguros. De hecho, DayZ pone cierto énfasis en la dualidad entre civilización y naturaleza, porque el alimento proviene tanto de las conservas que uno puede encontrar saqueando pueblos como de la caza. Otro ejemplo, cuyo título además resulta muy elocuente, es Don’t Starve (no mueras de hambre). Don’t Starve tiene un estilo y estética más fantasiosos que DayZ (si obviamos a los zombies del segundo), pero parte de las mismas bases que cualquier simulador de supervivencia estándar: hay que comer, hay un medidor de vida y otro de energía, no se tiene referencia de lo que es comestible, la comida se pudre, el entorno es peligroso, y en un principio no tenemos más que nuestras manos y lo que nos brinda el entorno para salir adelante. Aunque algo a destacar de Don’t Starve es que, si bien la subsistencia es rudimentaria al principio, se va sofisticando gracias a su sistema de progresión (ya no comemos zanahorias silvestres crudas, sino que las cultivamos y cocinamos, y al caer el invierno podemos alejarnos de la hoguera gracias a los abrigos de piel de búfalo). Volviendo a ese interés por el primitivismo de los juegos de supervivencia, Don’t Starve es casi un repaso interactivo por la forma en que se cree que evolucionan las civilizaciones: de cazadores-recolectores a agricultores y ganaderos.
La paradoja del omnívoro.
Si sumáramos todas las tradiciones culinarias de todos los países y culturas del mundo, nos faltarían vidas para probar todos y cada uno de los platos resultantes. Sin embargo, esos mismos sistemas gastronómicos por separado no nos parecerían especialmente variados. Aunque seamos omnívoros, los seres humanos también somos escrupulosos, lo que se traduce en un constante pulso entre la neofobia –la resistencia a la novedad- y la neofilia –la atracción por lo desconocido (Fischler, 1993). Sirven de ejemplo los juegos citados hasta ahora. En Don’t Starve no tienes ni idea de los efectos de algunos alimentos, pero el hambre te empuja a menudo a ampliar los límites de lo comestible. Pero incorporar un alimento a nuestra dieta muchas veces no significa sólo tener otra opción más en el menú, sino que también implica adaptar las propiedades de ese alimento a un imaginario colectivo. Cuando un feligrés católico toma la hostia está consumiendo el cuerpo de Jesús y en última instancia el de toda la cristiandad, mientras que un judío o un agnóstico en su lugar estarían simplemente comiendo pan. En la antigua Roma los aristócratas sólo comían carne de animales de granja porque para ellos la cría en cautividad era un signo de civilización, al contrario que la nobleza medieval, cuyo gusto por los animales de caza venía de su condición de personas libres, no atadas a ningún señor y por lo tanto más cerca de Dios. Incluso quienes practican o han practicado el canibalismo a lo largo de la historia no lo han hecho tanto el valor nutritivo de esa carne como para honrar a los muertos o para adquirir las habilidades de sus enemigos caídos. A esto se le llama principio de incorporación, es decir, la adquisición de las propiedades simbólicas de un alimento. Y si hay un juego que encaja perfectamente en esta categoría, ese es Metal Gear Solid 3: Snake Eater.
En este título, tercera entrega de la saga de culto de Hideo Kojima, la comida toma una consideración especial. Somos Nacked Snake, un espía del gobierno norteamericano en una misión de infiltración en la jungla soviética. Armados con poco más que un cuchillo y una pistola, dependemos de nuestro entorno para sobrevivir, y debemos procurarnos alimento entre las reservas enemigas pero también en la naturaleza. La barra de energía se regenera comiendo, y tenerla a cero implica perder reflejos, reducir la puntería y ser un blanco más fácil. Aunque el apartado alimentario de este juego es secundario, sorprenden la filosofía y simbolismo con que está planteado. Snake se comunica con su base por códec, y a parte de los comentarios pertinentes sobre la misión, también se preocupa por la comida. Cada vez que prueba un alimento nuevo hace apreciaciones sobre su sabor que van desde la aprobación hasta la más absoluta repugnancia. El animal de caza más abundante del juego son las serpientes. El juego se llama devorador de serpientes, el nombre en clave del protagonista es Snake, y los miembros del escuadrón enemigo son los Cobras. Como las serpientes, Snake es un oponente implacable, silencioso y eficiente. A medida que avanza la partida, Snake afirma estar adquiriendo gusto por la carne de serpiente. Así, el carácter alimentario de MGS3: Snake Eater nos plantea un muy buen ejemplo del principio de incorporación. Cuando Snake se come una serpiente está consumiendo simbólicamente las habilidades y la personalidad que lo definen como soldado y como persona.
Tabús y repugnancias.
La mayoría de nosotros somos más selectivos que Snake a la hora de comer. Todos tenemos nuestras manías particulares, pero es muy probable que coincidamos en el rechazo hacia cosas como el perro cocido. Eso es porque nuestro sistema alimentario comprende ciertas repugnancias compartidas por casi todos sus integrantes (lo cual no implica que no nos aventuremos a probar alimentos de otras gastronomías).
A menudo se habla de los videojuegos como un medio para emular experiencias censurables o prohibidas, desde pequeñas infracciones hasta las más reprobables atrocidades, generando torrentes de polémica en los medios y entre los propios consumidores, y avivando el debate sobre los límites de la violencia recreativa. Los videojuegos permiten al usuario cometer toda clase de delitos y quedar impune por su carácter ficticio, como pasa, por ejemplo, con la libertad de atropellar transeúntes en Grand Theft Auto. No son pocos los que protestan por la exposición al público a esta clase de contenido, y es que probablemente nunca en la historia del ocio se había podido fantasear con la violación de los tabús de forma tan explícita como en la era de los videojuegos.
Volviendo a la comida, un videojuego puede hacer que nos recreemos en la experiencia de comer alimentos estigmatizados o prohibidos, así como platos que están fuera de nuestras posibilidades por ser demasiado caros o por ser directamente fantásticos. La categoría de repugnancia conlleva aquí una fuerte carga negativa y genera estados mentales diferentes a los de los alimentos culturalmente aceptados. Veamos, por ejemplo, el mundo de Fallout. En este escenario hostil y decadente no hay hamburgueserías ni cubos de palomitas en los contenedores, pero sí hay, en cambio, carne de cucaracha radioactiva, de rata, de reptil, de perro y, a partir de su tercera entrega, carne humana. Pero Fallout 3 no es el único juego que se atreve con el canibalismo. Una de las actualizaciones de DayZ incorpora una mecánica de canibalismo bastante sofisticada como forma de alimentación: puedes abatir a otro jugador, cortar filetes de su carne y asarla al fuego para su consumición. La principal diferencia entre el canibalismo en DayZ o en Fallout 3 es que en el primero no tiene ninguna consecuencia, porque son los mismos jugadores quienes miden sus acciones, mientras que Fallout siempre tiende a penalizar de alguna forma al jugador por el acto de comer carne humana. Aunque el juego ofrece la habilidad de recuperar salud comiendo carne humana, el canibalismo conlleva puntos de karma negativo, o la desaprobación de otros personajes. Y es que muchos juegos incorporan, a su manera, sistemas morales que juzgan las acciones del jugador. No deja de ser curioso cómo en un medio con la reputación de dar rienda suelta a las fantasías más retorcidas del usuario, todavía existe una suerte de consciencia que conduce al jugador por la senda de lo moralmente aceptable. En I Am Alive, otro juego de corte post-apocalíptico, se condecora al jugador que se ha resistido a probar la carne humana. Incluso en Red Dead Redeption se compensa al jugador que ha rescatado a un hombre a punto de ser devorado por otro.
Parafraseando a la antropóloga Mary Douglas (1995), los tabús alimenticios están entrelazados en el orden según el cual estructuramos nuestra experiencia de la vida. Aunque a veces parezcan arbitrarios, responden a una serie de valores y formas de entender el mundo. En su caso, los sistemas morales de los videojuegos están ahí como recordatorio de unos preceptos éticos que podríamos olvidar si nos dejamos llevar por la fantasía de comernos un miembro de nuestra especie.
Conclusión.
Como se ha podido apreciar en estos apartados, la comida, además de tener valor energético, opera como una especie de tejido social. De la misma forma, los videojuegos son ejercicios de reconstrucción de nuestros valores, esquemas mentales y concepciones del mundo, la historia y la diferencia, ya sea con fines recreativos, artísticos, divulgativos o terapéuticos. Pensemos por ejemplo en la forma en que juegos como Minecraft, Dayz o Don’t starve idealizan la autosuficiencia. En estos juegos pasamos miedo, euforia, tenemos momentos de frenesí y de contemplación, de incertidumbre y de poder. Y en esta amalgama de sensaciones y experiencias, estamos recibiendo un mensaje: que seamos conscientes de cuán dependientes somos de la alimentación industrial, y de lo difícil que nos sería alimentarnos si de golpe y porrazo se anulara esta sistema y perdiéramos nuestros puntos de referencia. Si el videojuego es un medio de expresión que traslada nuestra visión del mundo a una experiencia virtual interactiva, entonces su enfoque de cosas como la comida siempre será interpretativo, indicador de unos esquemas culturales de pensar, actuar y sentir. Si, como dice Frederic Duhart (2004, 32), “investigar la comida es trabajar en el corazón de la civilización”, investigar los videojuegos es trabajar en la exégesis de esa civilización.
Bibliografía
- Douglas, M. Las estructuras de lo culinario, en Contreras, J. (Ed.): “Alimentación y cultura. Necesidades, gustos y costumbres”. Barcelona, Edicions UB, pp. 171-197; 1995.
- Duhart, F. Consideraciones transcontinentales sobre identidad cultural alimentaria, en Sincronia, pp. 32; 2004.
- Fischler, C. La ‘macdonalización’ de las costumbres, en Flandrin, J.L. i Montari, M.: Historia de la alimentación. Guijón, Trea, pp. 1043-1066; 1993.
- Fischler, C. El (H)omnívoro. El gusto, la cocina y el cuerpo. Barcelona, Anagrama; 2003.
Ludografía.
- Bioshock Infinite (Irrational games, 2013).
- DayZ (Bohemia Interactive, 2013).
- Don’t Starve (Klei Entertaintment, 2013).
- Dishonored (Arkane Studios, 2012).
- Castlevania (Konami, 1986).
- Los Sims (Maxis, 2000).
- I Am Alive (Ubisoft Barcelona, 2012).
- Fallout 3 (Bethesta Softworks, 2008).
- Grand Theft Auto: San Andreas (Rockstar, 2004).
- Metal Gear Solid 3: Snake Eater (Konami, 2004).
- Metal Slug (SNK, 1996).
- Red Dead Redemption (Rockstar, 2010).
- Surgeon Simulator (Bossa Studios, 2013).
- Minecraft (Mojang AB, 2011).
- Euro Truck Simulator 2 (SCS Software, 2012).
- Democracy (Positech games, 2005).